¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

(Antonio Machado)

Sociopedagogía y minoridad

1er. CONGRESO INTERNACIONAL "ENTRE EDUCACIÓN Y SALUD"
1er. ENCUENTRO NACIONAL DEL INSTITUTO "DR. DOMINGO CABRED"
Mesa Redonda: "Niños socialmente vulnerables. Aspectos legislativos y judiciales"

LEGITIMIDAD DE LA EDUCACIÓN ESPECIAL PARA
MENORES EN RIESGO SOCIAL

Introducción
El tema convocante en este Encuentro Nacional está enunciado con un sugestivo título: "Entre la Educación y la Salud".
Trataríase, pues, de dirimir si la atención que se dispensa a personas con capacidades diferentes debe inclinarse más hacia uno u otro de los aspectos implicados, tal como el título lo sugiere, o si debe imperar un equilibrio entre ambos que exprese una armonía en la concepción.
En lo que nos toca, la minoridad en riesgo social, llamada aquí socialmente vulnerable, corresponde definir la naturaleza del servicio que demanda y que se estima indispensable para que niños y adolescentes tengan oportunidad de acceder a su desarrollo integral.

I.- El riesgo social
Cuando de riesgo social se habla, no se atiende al que para cualquier persona lleva ínsita la vida social, y que procede de lo tolerado por su vinculación a la vida cotidiana (uso de gas y energía eléctrica, vehículos automotores, etc.), o lo prohibido cuya transgresión acusan los índices de inseguridad urbana (homicidios, robos, etc.).
Sí se atiende, en cambio, a las circunstancias sociales que amenazan, cuando no conculcan, el derecho que las personas y las familias tienen a lograr una vida en plenitud. Un derecho que las normas constitucionales reconocen como fundamental, pero que desconocen muchas veces la desorganización social y la ausencia de voluntad superadora en los dirigentes.
Los documentos internacionales, y principalmente la Convención sobre los Derechos del Niño, que hoy tienen jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22 Const. Nac.), permiten discernir en la niñez -para nosotros la minoridad, que alcanza a todos los que no han cumplido los veintiún años de edad- circunstancias especialmente difíciles que requieren de la intervención pública, sin perjuicio de la que cabe a la iniciativa privada en virtud del principio de subsidiariedad.
Esas circunstancias difíciles, de innegable cuño social, admiten una diferenciación: por un lado están las situaciones de carencia, predominantemente materiales, que mantienen a millares de niños y adolescentes al margen de los beneficios que ofrece la sociedad contemporánea; por otro lado, las situaciones de conflicto, cuando la indolencia o la malevolencia de padres, tutores o guardadores los condena al abandono, los malos tratos, el abuso, la explotación, o la disposición al delito.

II.- Atención del menor de edad en riesgo social
Nuestros sitios públicos (calles, plazas, hospitales, tribunales, internados) dan testimonio de la dimensión que tiene hoy la minoridad en riesgo social, cuando la desorganización imperante activa factores que, enquistados en el país desde las postrimerías del siglo XIX, permanecían latentes desde mediados del siglo XX, tanto en lo que respecta a la injusta y ruinosa desigualdad en la producción y distribución de los bienes como en lo que concierne a la multiplicación de conflictos en la vida familiar.
Ahora bien: Desde la Convención sobre los Derechos del Niño, los países han asumido el compromiso de garantizar la asistencia a menores con carencias materiales (arts. 18 y 27), y la tutela a quienes se encuentran en conflicto (arts., 19, 20, 40).
La asistencia compete a la sociedad a través de sus organizaciones intermedias, pero también subsidiariamente al Estado como parte de su deber de brindar ayuda a los sectores sociales en desventaja (salud, instrucción, vivienda, etc.); la tutela principalmente al Estado, como función ineludible de brindar guarda, educación y bienestar a los menores de edad sin amparo familiar.
La tutela estatal -que la legislación nacional denomina "patronato de menores" desde el año 1919 (ley 10.903)- exige una dedicación rigurosamente profesional. Se trata de dar a niños y adolescentes, venidos a disposición de los jueces de menores -hoy diseminados en el territorio argentino- por ausencia o claudicación de sus mayores responsables, una atención especializada para que gocen de igualdad de oportunidades de integrarse a la vida social, algo inexcusable en el régimen republicano que ha asumido la organización estatal.
Esta integración importa su guarda y educación con modalidades tales que promuevan la superación de las deficiencias personales provenientes del entorno sociofamiliar adverso. Para los que pueden permanecer, no obstante, en su medio familiar bajo medidas de contralor, la tarea consiste en afianzar vínculos y encauzar el ejercicio de la autoridad paterna hacia el bien común; para los que pueden ser colocados en familias de suplencia, en acompañar su permanencia y estimular su integración.
Pero la misión más delicada, y de mayor compromiso vocacional y profesional, se presenta cuando hay que brindar cuidados necesarios a los menores de edad que viven en la calle, o que han sido confiados a instituciones privadas o públicas, allí donde la gestión debe recrear condiciones adecuadas de socialización y culturización. Sin el amparo doméstico que exige la propia naturaleza, deben ser persuadidos y apoyados para emprender un camino que remueva obstáculos y proponga metas valiosas y asequibles, cuando muchas veces sus energías se encuentran sumamente debilitadas por experiencias menoscabantes.
¿Merece, acaso, otro nombre que el de educación la noble misión de mostrar diariamente a esas personas, muchas veces desde tierna edad, su propia dignidad y valor, de ayudarles a descubrirse a sí mismos y a los demás, de inculcarles el respeto a los derechos y el cumplimiento de los deberes fundamentales que hacen posible la convivencia humana?
¿Merece, acaso, otro nombre que el de educación ese afán, que no reconoce pausas, por inducir a esos precoces "desahuciados sociales" a sacar el mayor provecho de su resiliencia, de los retazos de humanidad que subsisten en sus vidas, después de sucesos desgarradores con aptitud para aniquilar a cualquiera que no se haya curtido en el dolor?

III.- Necesidad del educador especial
No cabe duda que, para un cumplimiento cabal, los agentes del "patronato de menores" deben utilizar recursos pedagógicos especiales en relación con el menor tutelado, siempre mirado como educando; en definitiva, deben desplegar una educación especial que abarque las múltiples y complejas alternativas de su vida cotidiana, sea en el marco familiar (la propia familia u otra que la reemplace), sea en el de una institución privada o pública que lo cobije.
Desde Europa advierte el Bureau Internationale Catholique de l'Enfance (ONG consultora de Unicef y el Consejo Económico Social de ONU) que "si una internación fuera absolutamente indispensable, es necesario hacer todo lo posible para encontrar (o crear) un centro educativo que sea muy diferente a las cárceles", y que "las autoridades judiciales, socioeducativas y políticas deben comprender que el hecho que el joven se fugue de ese lugar no es nueva infracción", pues "en realidad, es más una medida educativa: el menor será buscado y conducido nuevamente al centro cada vez que lo repita" (En "Niños privados de libertad", Informe Anual BICE 2000, p. 21", resaltados nuestros).
Un educador de la organización uruguaya "Vida y Educación", que trabaja con adolescentes en conflictos de ley penal comenta: "En nuestro programa de libertad asistida, las medidas socioeducativas no pueden basarse simplemente en la opinión de un especialista que determina si son o no buenas para la persona que las recibe; es éste quien debe ser capaz de definir qué le conviene... El educador debe comprender el carácter particular de cada joven en dificultad y, a partir de allí, tratar de crear un vínculo" con él, compartiendo sus intereses e inquietudes (En "Niños privados de libertad" citado, p. 15, resaltados nuestros).
Es la necesidad de esa educación especial, cuyo legitimación hemos querido trazar en prietas líneas, el que explica que las instituciones de formación pedagógica -entre nosotros el Instituto "Dr. Domingo Cabred"- vayan incorporando carreras que, con denominaciones diferentes, tienden a dar respuesta a una demanda creciente. Una demanda que es tan atípica (desborda lo que ha sido admitido siempre como docencia) como acuciante, y tan acuciante como el llanto del crío que nace del hambre, el desamor o el desprecio.
En ese contexto, deviene inadmisible que una obsesiva y anacrónica sujeción a moldes curriculares rígidos -que, creemos, reduce educación a docencia- niegue reconocimiento a este nuevo campo de la educación especial, o pretenda desplazar sibilinamente el problema al ámbito de la salud, asignándole una entidad nosológica misteriosa que victimiza al niño como paciente, como carne de consultorio o de diván.
Lo mismo resulta inaceptable que, reconocida a regañadientes la legitimidad del nuevo campo pedagógico, se quiera reducir al educador a un mero administrador de técnicas especiales, como si el destinatario del servicio, niño o adolescente, fuera una cosa sobre la que puede ejercerse un saber de dominio. No es lo mismo un educador que usa de ciertas técnicas apropiadas al objeto (como en rigor lo hacen también profesiones humanistas) que un técnico en niños como se pretende al calor de la reforma educativa.

Conclusión
La formación de educadores especializados para los menores de edad en riesgo social constituye una grave obligación de la sociedad y el Estado, tan grave como la de disponer luego de ellos en sus servicios.
Los niños y adolescentes en dificultad, tan hijos de esta sociedad como los nuestros, no pueden quedar confiados a improvisados "maestros" como hoy sucede, ni a guardias entrenados de apuro en condiciones harto cuestionables; menos aún a profesionales de la salud o a técnicos que parcializan su realidad.
¡¡Están en juego sus derechos fundamentales!!
Córdoba, septiembre de 2001

José H. González del Solar



Estado y responsabilidad

ACERCA DE LOS DEBERES ASUMIDOS POR EL ESTADO EN LA SEGREGACION DE LOS MENORES QUE COMETEN DELITOS

Por José H. González del Solar *

"La excelencia de la ley puede entenderse de dos maneras: por ser la mejor posible en relación a las circunstancias; o por ser la mejor posible de una manera general y en absoluto" (Aristóteles)

Las noticias que a diario brinda la prensa sobre delitos cometidos por menores de 18 años en el país, su impacto en la opinión pública y su proyección en el quehacer de los órganos estatales al respecto, suelen tener ribetes aptos para la perplejidad, y obligan a indispensables consideraciones -no siempre gratas a quienes, de una u otra forma, conciernen- para procurar algo de luz acerca de esa cierta sensación de inseguridad jurídica que parece estarse imponiendo y que reflejan las encuestas de ocasión.

Opiniones encontradas
Por un lado encontramos a quienes, a lo largo y lo ancho del país, se quejan amargamente de leyes benévolas, o de jueces poco decididos a hacerlas cumplir, que abandonan a la población al desenfreno delictivo de quienes se saben amparados por un régimen legal no represivo, y que con su intervención casi ritual e ineficaz facilitan a esos precoces ofensores que especulen con las deficiencias del circuito institucional para "entrar por una puerta y salir por la otra" , continuando con sus fechorías hasta que, alcanzada la edad de 18 años, algún juez penal los ponga a buen recaudo y los someta a la sanción consecuente.
Por otro lado hallamos a los propios menores de 18 años que delinquen y a sus familiares, como así también a abogados penalistas, miembros del Ministerio Pupilar y organizaciones de derechos humanos, que denuncian la iniquidad de un sistema que, más allá de las expresiones de anhelo de la legislación específica, y de los grandilocuentes discursos de los teóricos del Derecho de Menores, termina en la práctica aherrojando a aquéllos, sometiéndolos a largas e indeterminadas privaciones de libertad en lugares inadecuados, aún peores que los destinados a la guarda de encausados y penados mayores.
La reiteración de graves delitos perpetrados por menores con antecedentes y fugados de establecimientos especializados parece dar la razón a los primeros; la incontestable existencia de menores con largo encierro en comisarías y cárceles (no sólo en Córdoba, sino en todas las jurisdicciones del país), a los segundos.

Los deberes del Estado
Si, como enseña Aristóteles, la comunidad política nace de la naturaleza humana y de su vocación por la vida asociada, en procura de una existencia plena y autosuficiente (1), que se sitúa más allá de las posibilidades que brindan las familias y sociedades intermedias, se infiere que compete a los órganos estatales tanto la remoción de cuanto puede erigirse en un obstáculo para ello cuanto la instauración de las condiciones que promueven la vida virtuosa y el bien común en todos sus aspectos.
Con el objeto de armonizar a las personas, familias y grupos intermedios, se dictan leyes civiles que sientan las bases de la convivencia pacífica, de la tranquilidad en el orden, y normas penales para retribuir a aquéllos que vulneran esas bases, que introducen el mal en el quehacer benéfico de la ciudad.
El Estado cumple así sus deberes de prevenir el delito, desalentar la delincuencia, y restablecer el orden jurídico turbado por el crimen tentado o consumado. No se detiene ante las calidades personales de quien delinque (sexo, edad, raza, etc.) porque tiene en mira al todo, al conjunto social integrado por una multitud heterogénea de personas (varones y mujeres, mayores y menores, grandes y pequeños, poderosos y débiles), que le ha confiado su defensa frente a quienes recurren a medios ilícitos dañosos o peligrosos para satisfacer un deseo o dar rienda suelta a una pasión.

El Juez de Menores como órgano estatal
El juez de menores, como órgano estatal, tiene el deber primario de intervenir cuando un menor de 18 años ha tentado o consumado un delito (2), y de ejercer una efectiva disposición sobre el mismo que posibilite el esclarecimiento de lo sucedido y la ulterior adopción de las medidas que eviten su reiteración.
Sin embargo, no le basta con segregar a quien incurre en un hecho delictuoso grave o en una reiteración delictiva que obliga al mayor rigor en la respuesta -dirigida a asegurar la efectiva aplicación de la legislación vigente-, pues el Estado ha asumido además en su "Régimen Penal de la Minoridad" (leyes 22.278 y 22.803), y con mayor vigor desde la ratificación de la "Convención sobre Derechos del Niño" (ley 23.849), el deber complementario de colocar a los menores de 18 años, cuando de delitos se trata, en establecimientos especializados, esto es en establecimientos que no sólo sean sanos y limpios (el art. 18 de la Constitución Nacional lo garantiza para todos los habitantes, cualquiera sea la edad), sino que principalmente cuenten con los recursos materiales y humanos suficientes para servir a la tutela y educación de sus destinatarios.
Ese deber complementario se hace extensivo a la corrección del menor a partir de la sentencia que lo declara autor o partícipe del hecho atribuído, ya que exige todo un despliegue pedagógico correctivo basado en la ciencia y la experiencia de docentes y otros profesionales especializados.
De todo lo cual se sigue que el juez de menores no cumple cabalmente con los deberes asumidos por el Estado si se limita a segregar al menor incurso en delito, aceptando o tolerando que, para su efectiva contención, el mismo permanezca en lugares y condiciones no idóneas al efecto (comisarías, cárceles, penitenciarías), sea durante el proceso, sea en virtud de una sentencia en ejecución.

El dilema judicial
Sin embargo, la posibilidad de contar con institutos de contención depende de que otro órgano estatal -Consejo Nacional del Menor en Capital Federal, Consejo Provincial de Protección al Menor en Córdoba, etc.- los provea, y esto a su vez está supeditado de modo indudable a las políticas gubernamentales y a la administración de las asignaciones presupuestarias.
En cualquier punto del país se advierte la escasez, cuando no la simple inexistencia, de tales establecimientos, lo cual conduce a los jueces de menores a un verdadero dilema: o acudir a la segregación de menores en locales inadecuados de contención, dando así un cumplimiento exiguo a los deberes estatales emergentes de la delicción infanto-juvenil; o prescindir -y hasta abjurar- del uso de tales locales, limitándose a colocarlos en guarda familiar o en institutos sin contención suficiente (que conduce al "continuum" ingreso-fuga-reingreso-fuga); o bien ordenar las medidas correspondientes y dejar en suspenso su ejecución hasta la provisión de los institutos especializados (lo cual los devuelve de inmediato a su carrera delictual) (3).
De lo que el juez privilegie al interpretar la legislación vigente dependerá su opción y la repercusión pública consiguiente.
Los interrogantes del sistema actual
Puede verse así que el actual sistema está en crisis, entendida ésta como la presión que produce el inestable equilibrio entre sus tres subsistemas: el legislativo, que vota leyes imbuídas de un elevado sentido tutelar, pero que no excluyen la posibilidad de asegurar la contención; el ejecutivo, renuente a aceptar la armonización entre tutela y contención, y por ende moroso para proveer de establecimientos que conjuguen ambos aspectos, limitándose a esgrimir viejos y anacrónicos discursos para justificar la mora; y el judicial, atrapado entre el inexcusable deber de responder dentro de los lineamientos de la legislación vigente y la impotencia para llevarlo a cabo ante una criminalidad en alza y la carencia de lugares adecuados que ofrezcan suficiente contención.
Esa actitud del órgano ejecutivo, condicionante del sistema en su actual estado crítico, obliga a la formulación de impostergables interrogantes:
1) ¿La legislación tutelar obedece a razones de estricta justicia? De entenderse que surge de imperativos de la misma naturaleza humana, los responsables del Ejecutivo deben posibilitar su aplicación sin más so pena de escapar a los límites propios del Estado de Derecho.
2) ¿O ha sido dictada con sentido de equidad? De entenderse que sirve a una conveniente moderación en el rigor de las leyes penales, los responsables del Legislativo deberán revisar si ha habido prudencia en su sanción: si es que el Ejecutivo está chocando con graves e insalvables obstáculos para viabilizarla, o si, por el contrario, falta en éste vocación por la observancia de lo que votan los representantes del pueblo en función legisferante.
3) ¿O proviene, por fin, de una mera concesión a ideologías progresistas, o quizá acaso del veleidoso afán de imitar lo que hacen otros pueblos de la Tierra? De entenderse así, habrá que prestar oídos a la sabiduría antigua que enseña que no es la mejor ley la que aparece como perfecta en absoluto, sino la que mejor contempla la constitución real de un pueblo determinado, y que suele ser más peligroso el hábito de la desobediencia que acarrea su repentino advenimiento que útil la innovación que prometen sus cláusulas de avanzada (4).
La respuesta a estas cuestiones no debe demorar si verdaderamente se quiere -como propugnaba Montesquieu- que la legislación de menores deje de ser un dios mudo, y que empiece a hablar por boca de los magistrados (5).
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* Abogado especializado en Minoridad.
Notas
(1) Aristóteles: "La Política", Libro Primero Cap. I, y Libro Tercero, Cap. V.
(2) Nos referimos tanto al delito que "stricto sensu" se endilga al mayor de 16 años, ya imputable, como el cuasi-delito que se atribuye al menor de 16 años, todavía inimputable.
(3) Esta última es la solución momentánea que propone el especialista Daniel D'Antonio en su obra "Actividad jurídica de los menores de edad", Cap. XVI.
(4) Aristóteles, "La Política", Libro Segundo Cap. V, y Libro Sexto Cap. I.
(5) Cit. por Juan B. Alberdi en sus "Bases", Cap. XXXIV.

TRABAJO ELABORADO POR JOSÉ H. GONZÁLEZ DEL SOLAR, PUBLICADO EN “LA VOZ DEL INTERIOR DE CÓRDOBA”, Y APROBADO POR UNANIMIDAD EN “ENCUENTRO NACIONAL DE MAGISTRADOS Y FUNCIONARIOS DE LA JUSTICIA DE MENORES”, MAR DEL PLATA, 1994.-
NIÑEZ E IDENTIDAD: DISTINGUIR NO ES DISCRIMINAR

Por José H. González del Solar

Naturaleza y límites
Aunque nos empeñemos en cerrar los ojos a la realidad, o en sustraernos a ella valiéndonos de nuestras fantasías, lo cierto es que tarde o temprano cae sobre nosotros con todo el peso de su vigencia absoluta, casi como para recordarnos que la voluntad humana no puede actuar a su antojo en la Naturaleza, y que toda acción que excede sus límites encuentra una reacción -muchas veces enérgica y dolorosa- que la neutraliza.
Así ocurre -y vale sólo por caso- cuando el niño descubre que sus juguetes preferidos se rompen por efecto de la gravedad; o cuando el adulto advierte que sus "accidentes" domésticos o de tránsito lo enfrentan a pérdidas irreparables que provienen de la insensatez en el uso del fuego o de la velocidad que imprime a los vehículos en que se desplaza.

El discernimiento en el Hombre
El ser humano es el único en el Cosmos dotado de discernimiento. En tanto los demás seres (inertes o vivos) transitan la existencia sujetos a un acaecer necesario, en el que cumplen ineluctablemente lo que les cabe conforme a su esencia específica, el Hombre sobrepasa esa dimensión existencial por cuanto su capacidad de entender lo que lo rodea y de optar en consecuencia le brinda la posibilidad de superar el mero desarrollo vital (crecimiento, maduración, reproducción, etc., ) y trazar libremente su historia personal.
Su andar libre puede ser errático -y por ende a los golpes, sin solución de continuidad- o sustentarse en el entendimiento como lumbre de sus actos. El puro antojo lo expone a transgredir límites naturales y a acarrear perjuicios sobre sí y sobre otros; su actuación inteligente, por el contrario, le permite discernir lo mejor, encontrar su lugar en el Cosmos y alcanzar su plenitud vital.

El discernimiento de lo sexual
Desde la niñez, y en forma progresiva, el Hombre descubre y valora la presencia de la sexualidad en la Naturaleza. Advierte que los seres vivos -entre los que se cuenta- están sexuados para su reproducción, para la perpetuación de la respectiva especie.
Con los años, y a medida que se desarrolla, va acrecentando la conciencia de su propia sexualidad a partir de una genitalidad dada, sexualidad no sujeta a determinaciones exclusivamente instintivas -como en los brutos- sino adscripta a su entender y querer.
La encrucijada también aquí lo conmina: ordenarse según el fin de la vida sexuada o dar rienda suelta a sus ganas, aún a expensas de su genitalidad (desviaciones o aberraciones sexuales). Mas cualquiera sea su preferencia, la manera de "expresar su sexualidad" según la Organización Mundial de la Salud (heterosexualidad, homosexualidad, bestialidad), le pertenece a él y a su conciencia en el ámbito de su intimidad y en tanto no pretenda imponerla a otros.
La distinción entre lo ordenado y lo desordenado es de suyo justa, y lo es asimismo la calificación del obrar ajeno cuando se propone resguardar a alguien ante el daño actual o inminente que pueda ocasionarle, pero se vuelve discriminación cuando sólo segrega al distinto por desórdenes que se le atribuyen y que permanecen en el ámbito de su intimidad sin trascendencia para terceros.

Educación y discernimiento de lo sexual
La sexualidad en el niño tiene profundas implicancias jurídicas pues pertenece a las entrañas mismas de sus derechos fundamentales, particularmente de identidad y de educación (arts. 8 y 29, entre otros, de la Convención sobre los Derechos del Niño, de rango constitucional según el art. 75 inc. 22 de nuestra Carta Magna). No hay identidad que se asuma sin una determinación previa de lo sexual, ni educación que se brinde si no encauza al niño en la configuración de su personalidad, comprendiendo su identificación sexual.
Los derechos implican deberes correlativos, y por ende también fundamentales. Los educadores -padres y maestros, y el mismo Estado en la órbita de lo público- deben generar condiciones adecuadas para que ello se produzca, para que el niño se identifique y se encauce rectamente, es decir ordenadamente según su dotación genital y con arreglo al fin propio del sexo.
Los padres y los maestros deben ejercer en forma inequívoca los respectivos roles según su determinación genital original, más allá de su preferencias personales en la "expresión de la sexualidad", que tienen que quedar confinados a su más estrecha intimidad. Intimidad que se quiebra y proyecta deletéreos efectos sobre los niños cuando los padres o maestros exhiben una conducta sexual desviada (homosexualidad, bestialidad) o licenciosa.
El Estado debe garantizar que sus directivos, docentes y auxiliares en los establecimientos públicos sirvan a modelos de identificación claros, apartando a quienes ostenten algún desorden sexual.
Lo contrario significa tanto como violentar al niño con referentes de sexualidad viciada y conculcar su derecho a una educación integral. Así ocurre, por ejemplo, cuando padres sostienen su "derecho" a renovarse e inician una vida promiscua y hasta homosexual en la misma casa, ignorando el impacto en sus hijos; igualmente cuando la autoridad educativa constriñe al alumnado a admitir maestros o directores que se desenvuelven como si pertenecieran a otro sexo que el verificado al tiempo del nacimiento y que acredita su documentación oficial[1].

Conclusión
Aunque no se trate de un silogismo perfecto, las premisas que anteceden nos permiten arribar a una conclusión: Si la Naturaleza fija límites que -tarde o temprano- hace respetar, y si el Hombre desde su niñez está facultado para discernir lo natural y lo que no lo es, justo es que se lo estimule en tal sentido y se promueva un proceso de identificación sexual a partir de su propia conformación genital, apartándolo de los modelos equívocos por desviación o por licencia sexual. Apartamiento que no importa segregación ni discriminación sino distinción de lo nocivo y adopción de consecuentes medidas de prevención, satisfaciendo exigencias constitucionales.
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[1] Noticias periodísticas han permitido conocer que, en los últimos meses y en esta Provincia, una resolución judicial impuso a niños la permanencia bajo guarda de un padre devenido homosexual, y que una medida administrativa sujetó a escolares a la dirección de un docente también homosexual, tratándose en ambos casos de una inversión sexual reconocida y manifiesta.