¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

(Antonio Machado)

Tutela estatal en situación de conflicto

¿PATRONATO DE MENORES, O TUTELA JURISDICCIONAL EFECTIVA?*
Por José H. González del Solar

Introducción
El título de esta exposición suscita una cuestión en disyuntiva. Ahora bien, y como lo recuerda José Ramón Pérez en sus palabras introductorias a su obra sobre el filósofo cordobés Nimio de Anquín[1], el planteo de una cuestión sólo se hace posible cuando hay un objeto inteligible.
Siendo el objeto inteligible, se trata entonces de aprehenderlo y de razonar a su respecto, descubriendo sus implicancias y relaciones. Y el objeto, en el tema que nos ocupa, finca en el amparo que requiere el menor de edad cuando se encuentra en situación de conflicto, es decir en una situación que presenta un menoscabo para sus derechos fundamentales, en un emplazamiento de desventaja social por alguna deficiencia grave que le produce un agravio jurídico fundamental, actual o inminente, y que puede acarrearle impedimento, y aún minusvalía en la vida de relación.
En lo que nos interesa, por concernir al tema en cuestión, el objeto incluye la intervención del Estado en el amparo. Relegamos entonces aquí, dejándolo para otra oportunidad, la participación que puede reconocerse a las familias, a las entidades intermedias y a los llamados organismos no gubernamentales ONGs), al respecto.
Si de razonar sobre el punto se trata, y de dar respuesta a la cuestión propuesta en su disyuntiva, debemos tener en cuenta que las connotaciones jurídicas que encierra dan al asunto un cariz de acentuada opinabilidad, y que consiguientemente los “pro” y los “contra” que toda opinión porta exigen –en el ámbito científico- una actitud inicial de respeto hacia quienes sustenten otras opiniones, parcial o totalmente disidentes.

I.- Nuestra opinión
Entendemos que la disyuntiva es sólo aparente, y que por ello debe resolverse en favor del patronato de menores, cualquiera sea la denominación que se le dé, porque el amparo al menor de edad en situación de conflicto debe ser integral, como deber del Estado (art. 19 de la Convención) y como derecho del niño (art. 20), ambos correlativos, según lo reconoce la conciencia jurídica internacional y lo consagra la República Argentina a nivel constitucional (en función del art. 75 inc. 22 de su Carta Magna).

II.- Nuestras razones
Más de una vez hemos recordado dos enseñanzas que supo dejarnos Herman Heller en su estudio sobre Teoría del Estado[2]: a) La función del Estado, consiste en la organización y activación autónomas de la cooperación social en un territorio determinado (p. 221), fundada en la necesidad histórica de un modus vivendi común que armonice todas las posiciones, neutralice las tensiones y supere los conflictos que genera la convivencia ; y b) El Estado existe en sus efectos (p. 219), ya que en cuanto persona de existencia ideal –como lo considera nuestra legislación- sólo deviene perceptible en una actividad de sentido protagonizada por hombres con un propósito común de repercusión colectiva.
En cuanto a la primera afirmación de Heller, se basa en la vocación social que el hombre lleva en su naturaleza, y que trasciende el mero instinto gregario que se advierte en especies de la vida animal. Lamentablemente, tanto el individualismo como el colectivismo que recorrieron el siglo XX, y que todavía proyectan su sombra en el siglo que vivimos, abortaron lo que es razón primera y principal en la existencia del Estado: la cooperación que la sociedad posibilita para que las personas alcancen una vida plena.
Acerca de la segunda afirmación, la existencia del Estado no reside en un mero andamiaje normativo –aunque las normas configuren su causa formal extrínseca- ni en nombres o configuraciones que toman los agrupamientos humanos –llamados instituciones- o emplazamientos desde donde se ejerce la autoridad o el mando, sino en la acción de conjunto con que aúnan la convivencia en aras del bien común, esto es el despliegue con que cooperan en la consecución de objetivos que las familias y entidades intermedias no pueden emprender por sí al superar su capacidad de organización y actuación.
En esto hallamos el principio de subsidiariedad, que funda y legitima la función asistencial del Estado, para que la comunidad llegue en ayuda de las familias y personas que se encuentran carenciadas. Esta función, larvada en otros tiempos históricos, cobró notables bríos desde la segunda posguerra en el siglo ppdo., llevando a que el Estado –perfilado como un “Estado benefactor o de providencia”- asumiese paulatinamente un rol activo en el socorro a los sectores sociales postergados, pese a la dura y empecinada crítica que hacían los partidarios del “Estado gendarme o de abstinencia” como Luis Von Misses y Federico Von Hayeck.
Ese principio ordenador de la existencia política, asume connotaciones peculiares como principio de supletoriedad, de mayor compromiso, cuando la función asistencial da paso a la función tutelar del Estado. Ya no se basta con llevar su ayuda a quienes padecen carencias, a través de programas de salud, vivienda, etc., sino que pasa a suplir la inacción de quienes han contraído responsabilidad familiar o comunitaria y están faltando a sus deberes en detrimento del bien común.
Es lo que sucede con los niños, esto es con quienes por infancia o adolescencia están originariamente confiados a la guarda y educación de sus mayores y se ven afectados por una desatención en condiciones tales que violentan sus derechos fundamentales (vida, identidad, salud, educación).
El Estado, entonces, avanza ante la privación de cobertura genuina, y lo hace por una razón de interés público, que es a la vez el interés superior del niño, porque el pueblo está interesado -enfáticamente lo decimos- en que los niños en desventaja social gocen de igualdad de oportunidades para obtener un desarrollo integral.
Esa función supletoria del Estado tiene historia en Occidente: No bastando la protección jurídica diferencial que ofrecía el estado civil de minoridad (de antiguo cuño) para la niñez, surgió la excepcional para la niñez en desventaja social, lo que primero –y durante muchos siglos- fue únicamente casuístico, y devino en colectivo con los grandes cambios que trajo la era industrial, el auge del capitalismo liberal y las revoluciones y guerras que les siguieron en el mundo. Hubo antiguamente un “padre de huérfanos”, que luego tomó el nombre de “defensor de menores” y operaba en el ente comunal (cabildo entre nosotros), y que desde el final del siglo XIX dio lugar a la emersión de las “cortes juveniles” o “tribunales de menores” y consiguientemente a un papel protagónico del ámbito judicial.
Ese papel protagónico se debía a que la concurrencia de los servicios administrativos fue muy tímida durante la vigencia del “Estado gendarme o de abstinencia”, y a que recién desde mediados del siglo XX fue ocupando espacios que antes estaban librados a la beneficencia o la solidaridad de otras organizaciones comunitarias.
La primacía judicial no fue hegemónica, ya que hubo países –Bolivia en América, Suecia en Europa como emblemáticas- que dieron prioridad a la actuación administrativa. Con todo, la intervención estatal no se reducía a la función jurisdiccional, porque -más allá de la naturaleza del órgano y de la decisión que debía recaer al respecto- a nadie escapaba que la tutela estatal (entre nosotros patronato) debía implementarse con medios adecuados, y que éstos debían ser suministrados por la administración estatal[3].
Esa primacía ha servido y sirve como garantía fundamental: Que el Estado no intervenga en la vida del niño de modo directo e inmediato sino cuando haya una resolución que se funde en razones suficientes de hecho y de derecho, y que se haya arribado a esa resolución observando las garantías constitucionales del debido proceso y la defensa en juicio[4].
Aunque quepa reconocer que el régimen alternativo, que da prioridad a lo administrativo, deja abierta la posibilidad del control jurisdiccional, ya que la actuación de los servicios estatales, que inician de motu proprio, puede ser resistida por los que se consideren afectados y exigir un pronunciamiento judicial[5], igualmente hay que admitir –a nuestro ver- que el accionar de la Administración en función tutelar, tenñido por lo general de razones de oportunidad y conveniencia que la caracterizan, más que de razones jurídicas que lo sustenten, puede posponer el interés superior del niño en determinadas circunstancias, dejando en manos de sus representantes legales –si es que están enterados e interesados- un remedio judicial que puede llegar demasiado tarde.
Aunque la Convención admite ambos regímenes (arts. 9 y 19 entre otros), entendemos que el que da primacía a lo judicial es el más acorde a nuestra tradición jurídica, y el que guarda mayor fildeidad a nuestro sistema constitucional, ya que el agravio a derechos fundamentales –y en la situación en conflicto de un niño siempre se encuentran en juego derechos fundamentales- cuanta con remedio judicial en las cartas constitucionales de la Nación y de las Provincias (hábeas corpus, amparo).}
En resumidas cuentas, podemos colegir de cuanto antecede que el patronato estatal en la Argentina se sustenta en la tutela jurisdiccional efectiva, pero que la trasciende porque exige mucho más que la observancia de garantías jurídicas: Hace a su naturaleza proteccional que comprenda las medidas más adecuadas con arreglo a las connotaciones del caso, y que se disponga de los recursos humanos y materiales apropiados para llevarlas a cabo de manera también efectiva, es decir con eficacia (que se cumplan) y con eficiencia (que alcancen su finalidad).
Aunque el régimen escogido sea el jurisdiccional, en la función tutelar del Estado se produce una concurrencia material de órganos, cada uno de ellos en la órbita de su propia incumbencia, a saber: el juez o tribunal, que ejerce la jurisdicción, y en tal carácter preside el ejercicio del patronato en cada caso, determinando las medidas de protección; el ministerio fiscal, que controla la observancia de las normas de orden público, y en particular las de jurisdicción y competencia, y asimismo ejerce la pretensión punitiva cuando hace al caso; el ministerio pupilar, que integra la representación legal del justiciable menor de edad (agrega a la necesaria de padres o tutores la suya, que es promiscua), vela por el respeto a su interés superior, y eventualmente ejerce la pretensión que expresa un interés particular del niño (sin representantes necesarios, o con intereses contrapuestos) o su defensa; y el ente administrativo-tutelar, indispensable para que los anteriores puedan conocer la singularidad del caso, informarse de las vías de abordaje existentes, y obtener el cumplimiento de las que finalmente se ordenen en consecuencia.
Así resulta que el interés superior del niño no se satisface con la sola tutela efectiva que le brinda un proceso judicial en que se respetan las garantías fundamentales[6] -a lo que los más eximios procesalistas consideran una “tutela jurisdiccional efectiva”, en cuanto instancia superadora del conflicto que encierran los delitos y las litis [7]- sino que demanda la implementación real de medidas que guarden legalidad, humanidad, razonabilidad y mínima suficiencia en su adecuación a las connotaciones del conflicto, y que no queden truncas por inconsecuencia, esto es por falta de voluntad en llevarlas adelante o por carencia de recursos.
El Estado se percibe en sus efectos, decíamos. Pues, entonces, la tutela estatal se percibe en las medidas que se cumplen para brindar al menor edad en situación de conflicto una efectiva igualdad de oportunidades, conjugándose la prudencia en la decisión y la diligencia en la ejecución.
* Exposición en la Diplomatura “Los Derechos de los Niños y los Adolescentes”, Universidad Nacional de Córdoba, 13 de mayo de 2005.
[1] Pérez, José Ramón: “Filosofía y Teo-Filosofía. Nimio de Anquín” (1896-1979), Ed. Del Copista, 1999).
[2] Heller, Herman, “Teoría del Estado”, Fondo de Cultura Económica, México, 1990).
[3] Por eso la ley provincial 4.873 (“Estatuto de la Minoridad”) asignaba al Consejo de Protección al Menor funciones de colaboración, asistencia técnica y ejecución (art. 18).
[4] Lo que no siempre ocurrió, unas veces por defecto de la legislación y otras por exceso o abuso en el ejercicio de la autoridad judicial.
[5] Como lo dispone el art. 827 inc. v) del Código Procesal Civil de la Provincia de Buenos Aires a partir de la ley 13.298 de “Promoción y Protección de los Derechos del Niño”, publicada el 27 de enero de 2005, y en función de lo que preven sus arts. 37 a 39.
[6] Que el actual régimen provincial en la materia, introducido por la ley 9.053, lleve el título de “Protección Judicial del Niño y el Adolescente” no importa que la tutela estatal se circunscriba a un proceso justo, como bien se desprende del texto y del espíritu que lo anima.
[7] Así se infiere de cuanto expone Francesco Carnelutti en “Cómo se hace un proceso”, Ed. Iuris, Rosario (Sta. Fe), 2005.