¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

(Antonio Machado)

ANIVERSARIO: MEDIO SIGLO AL SERVICIO DE LA NIÑEZ



“Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar”
(Antonio Machado)



Este año 2007, tan pródigo en acontecimientos, no es un año más para la organización judicial de la Provincia. Es que en su transcurso cumplen cincuenta años de existencia los juzgados de menores, cuyo arraigo en la sociedad cordobesa sería necio negar.
Corría ya la segunda mitad del siglo pasado, y hacía poco tiempo que la República había sufrido un giro fundamental, cuando el gobierno provisional de la Provincia dispuso crear el primer juzgado de menores en esta ciudad capital. La Constitución de 1949 había sido abrogada por el derecho que se atribuyó la revolución triunfante en 1955, y se preparaba la reforma a la Constitución nacional que introduciría en el art. 14 bis los derechos sociales que el Estado reconocía y que culminaban en la protección integral a la familia, todo ello en el marco del modelo jurídico-político imperante, el del Estado benefactor, que miraba a remediar los males sociales que había dejado el liberalismo que lo precedió.
Hasta entonces los intereses del niño desamparado estaban confiados al defensor de menores, quien debía hacerlos valer ante los tribunales ordinarios. El niño transgresor, por su parte, era juzgado por un jurado que integraban el juez de instrucción, un médico y un educador, con lo que de algún modo se procuraba atenuar el rigor que la aplicación de la ley podía revestir en el juicio penal de adultos.
La creación del primer juzgado de menores, como piedra fundamental de un fuero especializado que hoy tiene presencia en toda la Provincia, no era en sí novedosa, pues ya se habían adelantado las Provincias de Buenos Aires, San Juan y Santa Fe, pero incorporaba a Córdoba a los estados provinciales que querían dar a su niñez en infortunio máxima protección, y no dejándola librada a la discreción del gobierno de turno, sino poniéndola en manos de quienes debían proveerla dentro de la Constitución y de la ley.
El juez de menores debía dar a conocer en sus decisiones las razones de hecho y de derecho que les daban sustento, y ejercer su imperio legal para obtener de los organismos públicos –muchas veces contrariando las pretensiones de los responsables del gobierno o de la administración estatal- las prestaciones indispensables para asegurar a ese niño lo mínimo exigible como persona humana.
El niño con su interés en juego, ante la existencia de un conflicto que lo afectaba por la inexistencia, ausencia o claudicación de los primeros llamados a darle protección y educación en forma integral -sus padres, y a falta de estos un tutor o guardador- encontraba en el juzgado el ámbito adecuado para que su situación se considerara no sólo en una perspectiva legal sino en otra que tuviese en cuenta la necesidad real de hallar las mejores condiciones posibles para su desarrollo y su incorporación activa a la vida social.
En ese ámbito concurrieron, y concurren hoy, jueces, fiscales, asesores, y otros muchos y muy calificados operadores, con una única misión: Realizar el mayor esfuerzo a su alcance para que el niño afectado por una situación de conflicto obtenga la reparación posible y goce de la igualdad de oportunidades que caracteriza al régimen político republicano.
Muy cierto es que la misma dinámica del Estado benefactor llevó a que su intervención fuera más allá, y a que se ocupara también de los niños cuyas familias padecían el flagelo de la pobreza extrema. Es lo que llevó a que muchos, aún protegidos suficientemente por padres, tutores o guardadores, entraran a disposición del juez de menores para obtener servicios estatales que por otra vía no podían lograr.
Se produjo, así, una desnaturalización de la función que competía al juez, de a poco erigido en dispensador o en mediador de beneficios estatales que debían brindar los servicios de promoción y asistencia del Poder Ejecutivo, lo cual finalmente vino a ponerse en crisis cuando ya se extinguía el siglo XX. Había que rectificar la marcha, suprimir el desborde, y centrar nuevamente la atención en el principal destinatario, el niño en desventaja social por desamparo o delincuencia, justamente cuando el adviento neoliberal y sus prontas secuelas hacían sentir la multiplicación de situaciones que exigían la intervención estatal.
La Provincia de Córdoba se dio un nuevo régimen legal, el de la ley 9.053, totalmente en consonancia con la Convención sobre los Derechos del Niño, y así la magistratura de menores renovó su compromiso al servicio de los que necesitaban protección judicial.
Aunque su presencia en la Administración de Justicia tiene plena actualidad, y se hace patente en la confluencia diaria de niños y adultos en sus oficinas y despachos en demanda de una actuación que restaure derechos conculcados o resguarde los gravemente amenazados, hay quienes pretenden, no obstante, que la atención de esa demanda pase al ámbito de la administración provincial, y aún de la municipal.
Arguyendo que la intervención de oficinas administrativas pondría al niño maltratado, abusado o abandonado en contacto directo con los servicios estatales, sin tener que convertirse en el nombre y el número de un expediente judicial, silencian que la actuación de los jueces, con el concurso de fiscales, asesores y demás operadores, debe justificar en razones fácticas y jurídicas la injerencia estatal en la vida del niño, evitando así el abuso de poder, lo cual no garantiza la intervención inmediata de un funcionario administrativo que se basta con razones de oportunidad y conveniencia.
Pero lo más grave, silencian que la actuación de los jueces es la que exige, y muchas veces arranca, a la administración los servicios indispensables para la salvaguarda de un niño en situación de conflicto.
Cuando la administración se ocupe de todo, si es que llega ese día por seguir modas o ceder a presiones ¿Quién preservará a una familia de la intromisión de agentes públicos sin razón suficiente? ¿Quién exigirá las prestaciones que hoy se obtienen dificultosamente? ¿Quién garantizará que los fondos que hoy todavía se destinan a programas y establecimientos especializados no se desvíen a otros fines más rentables en las especulaciones de poder?
No cabe duda que hay en el tema aristas opinables. Pero es de certeza, y no de mera opinión, que la función tutelar del Estado debe asegurarse en provecho de esa niñez en infortunio: por una razón de necesidad, porque de lo contrario se estará acentuando el conflicto social y generando la necesidad de mayores recursos para afrontarlo; pero, sobre todo, por una razón de justicia, porque la sociedad debe a cada uno lo suyo, y lo suyo para cualquier niño es eso que le posibilita acceder a una vida digna.
Creemos que los juzgados de menores, y todo el fuero que presiden, siguen siendo hoy, con sus jóvenes cincuenta años, y mal que les pese a sus detractores, una herramienta fundamental al servicio de los derechos fundamentales que el niño tiene y que siempre deben prevalecer. Muchos así lo han entendido y dejan lo mejor de sí en su noble empeño. Es que a la niñez no se la sirve con palabras hermosas o declamaciones estentóreas, tan al gusto de los ideólogos en boga, sino entregándole cada día el propio afán en medio de aflicciones, agravios, urgencias e incomprensiones que forman parte de un desafío apasionante.