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(Antonio Machado)

IMPLICANCIAS CONSTITUCIONALES Y LEGALES DE LA PROTECCIÓN INTEGRAL A LA NIÑEZ

Doctrina


Introducción

La Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada en Asamblea General de la O.N.U. el 20 de noviembre de 1989, ratificada por la república Argentina el 27 de septiembre de 1990, y jerarquizada con rango constitucional el 22 de agosto de 1994, sienta una nueva concepción en la protección jurídica de la niñez, novedad que encuentra consecución en la ley 26.061 del 28 de septiembre de 2005.
Los ejes de esa nueva concepción son: el interés superior del niño y su protección integral.
El interés superior del niño consagra la supremacía de un beneficio o provecho en expectativa: la máxima satisfacción posible de sus derechos fundamentales durante la minoridad. Sus derechos fundamentales, es decir sus derechos en la niñez que tienen rango constitucional.
El interés, sin embargo, es bifronte porque a la vez que mira al niño en su expectativa de satisfacción, también mira a la sociedad en su expectativa de que esa satisfacción jurídica sirva a la niñez en su inserción a la vida de relación y en su participación del bien común.
La protección integral se entiende como la tutela efectiva y exhaustiva de sus derechos fundamentales. Se trata de la respuesta que merecen los derechos en juego, y por lo tanto encierra deberes correlativos que incumben a los responsables.
No se trata de dos categorías diferentes e independientes, sino de dos conceptos axiales que se co-implican y se co-implementan de manera tal que el uno no puede estar ni operar sin el otro.
El régimen jurídico resultante del impacto que ha hecho la Convención en nuestra legislación interna, y de las normas explícitas en la ley 26.061, atribuye responsabilidad a la familia, la sociedad y el Estado, quienes deben concurrir en ese orden porque surge de la subsidiariedad como principio de organización social.

I.- La familia en la protección integral de la niñez

Desde que los derechos fundamentales reconocidos en la Convención han recibido rango constitucional (art. 75 inc. 22 C.N.), podemos decir con razón que nuestro ordenamiento jurídico respalda a la familia como principal responsable en la atención del niño (arts. 5, 9, 18, 27 C.D.N.).
Esta principalidad ya se infería de la legislación anterior, sobre todo desde que la Constitución nacional lo proclamara en 1949 (art. 37)[1] y pese a los avatares que luego vivió nuestra organización política y social en los años que siguieron. La patria potestad que se reconocía a los padres, empero, respondía a un sesgo autoritario que había recibido por tradición ya que atravesaba los continentes y los siglos; el niño era apreciado en su significación como descendiente en quien se perpetuaba el linaje, y como objeto de una atención que lo asimilaba a la propiedad familiar.
Aunque ese sentido romanista de la patria potestad había recibido el influjo moderador del cristianismo, ninguna duda cabe que los derechos de los padres sobresalían en el ejercicio de la potestad, y que subsistía en ellos la consideración del niño como pertenencia, enteramente sometido a su voluntad discrecional. Se perdía de vista que se trataba de una persona, confiada al cuidado de quienes lo habían engendrado; en el contexto bíblico, confiada por el Creador al cuidado de los procreadores.
La ley 10.903, del 29 de septiembre de 1919, recordó las obligaciones inherentes a la paternidad, pese a lo cual el modo autoritario sobrevivió. Es más: ese modo se proyectó a la potestad tutelar –llamada patronato- que el Estado se atribuía para la protección de los menores de edad socialmente vulnerables por el desamparo o la transgresión, y que acreció sobremanera en tiempos del llamado “Estado de bienestar”.
La ley 23.264, sancionada el 25 de septiembre de 1985, vino a dar una nueva regulación a la patria potestad, la que hoy tenemos en vigencia y que supera lo antedicho al asignarle una función social. De la nueva definición que introdujo en el art. 264 del Cód. Civil se colige que la supremacía de los padres se admite en razón de los deberes que les incumben respecto a los hijos, y que sus derechos están al servicio de su protección y formación integral.
Esta re-definición se hizo con finalidad pedagógica, pues se dirige a plasmar en la realidad un nuevo modo de ejercer la autoridad familiar, pero no a partir del solo imperio de la ley –cuya ineficacia ya había demostrado la ley 10.903- sino de un nuevo discurso centrado en el niño como sujeto de derecho, resultante de un avance en la conciencia jurídica mundial al respecto que fructificaría en la Convención de 1989.

II.- El Estado en la protección integral de la niñez

El patronato de menores

El Estado admitió y asumió desde el principio su responsabilidad en la protección jurídica de la niñez, que estaba confiada en la legislación hispánica a los defensores de menores[2]. El advenimiento de la legislación patria no innovó, y nuestro Código Civil la robusteció con el ministerio público de menores o pupilar que estableció en el art. 59.
La revolución industrial, y la cuestión social que siguió al auge del capitalismo, arrojaron sobre nuestras ciudades portuarias una inmigración europea desarraigada e indigente, con lo que introdujeron un conflicto social creciente al que había que dar respuesta[3].
Los niños desamparados eran destinados a asilos, y los que cometían transgresiones eran acogidos en establecimientos de corrección. Lo que hasta entonces había sido mera casuística, cobró la dimensión de una problemática social. El Estado fue investido del patronato de menores, potestad que lo facultaba para intervenir en la vida de los que se hallaban en situación de conflicto, esto es en situación que vulneraba sus derechos por la acción u omisión de sus padres, tutores o guardadores.
En el ejercicio de esta potestad, la ley daba supremacía a la decisión judicial. Y así surgieron desde 1938 los juzgados de menores, a los que cupo la tutela efectiva de los derechos cuando eran vulnerados en alguna situación de conflicto.
Lamentablemente, el patronato se plasmó a imagen de la patria potestad. Lo que padres, tutores o guardadores no cuidaban, lo tomaba el Estado como su pertenencia y sometido a su poder discrecional, si bien ese sesgo autoritario entró en crisis a fines de los ochenta con la nueva dirección que dieron a la protección de la niñez la ley 23.264 y la Convención.

La protección jurídica integral


La ley 26.061 ha venido a mejorar la intervención estatal, a insertar la potestad tutelar en el marco de un sistema de protección jurídica integral al niño, y a todo menor de edad. No implica una ruptura con lo anterior –como algunos pretenden- sino su superación al darle una calidad en que reverbera el cambio que se produjo en la definición de la patria potestad.
Ya no es el niño una pertenencia de sus padres en su misión original; tampoco del Estado en función subsidiaria y eventualmente supletoria. Ya no es el niño un objeto sino un sujeto de derecho, y acreedor de protección integral.

III.- Garantías de los derechos fundamentales

Operatividad de los derechos y garantías negativas

Los derechos fundamentales son operativos de suyo. Como son anteriores a la Constitución misma, no pueden revestir en ésta, ni en ningún otro texto legal internacional o interno del país un carácter meramente programático[4], ya que no puede sujetarse a instrumentación lo que es inherente a la misma naturaleza humana, lo que concierne al hombre como tal, y particularmente como niño, para su existencia, según lo reconoce, al hacerlos suyos, la ley fundamental.
Ninguna duda cabe, sin embargo, que esa operatividad se ve sumamente debilitada si la legislación no la reviste de garantías.
Las garantías negativas preservan a la persona humana de cualquier injerencia indebida del poder estatal, o de otros poderes que se van constituyendo en lo político, lo económico, lo cultural o lo social. Fijan límites al accionar público o de terceros poderosos, en salvaguarda de la libertad personal, de la identidad, la intimidad, la privacidad.
Pero no bastan. Aunque explican segmentos importantes de la Historia, alzándose contra el absolutismo de los monarcas otrora, o bien el totalitarismo o el dirigismo de los gobernantes en nuestro tiempo, dejan sin cobertura los derechos sociales que las cartas constitucionales y otros documentos vinculantes reconocen, y los deberes estatales que en forma correlativa imponen.

Necesidad de las garantías positivas

Son las garantías positivas –sobre las que tanto insiste Luigi Ferrajoli[5]- las que dan al ciudadano, así en la niñez como en la adultez, la posibilidad de ejercer esos derechos, de acceder a satisfacciones para una vida plena. Y sobre todo para hacerlo en igualdad de oportunidades, como corresponde a la vida republicana.
El ministerio pupilar opera muchas veces como garantía positiva, por cuanto en más de un caso reclama por la vía pertinente –administrativa o judicial- la satisfacción de derechos del niño que están siendo postergados.
La defensoría de los niños y adolescentes, instaurada por la ley 26.061 y por las provinciales dictadas en consecuencia (ley 9.396 en Córdoba) también sirve en ese sentido cuando la minoridad como colectivo está siendo afectada en sus derechos fundamentales.
En ambos supuestos se halla en juego el interés superior del niño como interés de uno o de muchos, pero siempre como interés público en que la niñez tenga entre nosotros la posibilidad de alcanzar el desarrollo personal y la integración social en condiciones dignas.

IV.- El amparo privilegiado

Ahora bien: ¿Cuentan los niños con una vía rápida y eficaz para hacer valer sus derechos fundamentales afectados? Se responderá a ello que disponen de la acción de amparo, hoy con expreso reconocimiento en nuestros textos constitucionales (art. 43 Const. Nacional, art. 47 Const. Córdoba)[6].
Así y todo, advertimos enseguida que este remedio constitucional escapa, por sus características, al que necesitan los menores de edad para un acceso pronto y expeditivo cuando se encuentran en situación de conflicto, cuando sus propios padres, tutores o guardadores los están desatendiendo o agraviando en lo fundamental. Dependerían para ello de sus representantes necesarios, justamente los que pueden estar agraviando sus derechos, o bien de algún órgano público, persona o institución privada que lo plantee[7], como así también de la sujeción a la estrictez con que se admite esta acción en cuanto a requisitos, formas y plazos (ley nac. 16.986 y ley prov. 4.915)[8].
Ellos necesitan un amparo privilegiado cuando sus mismos responsables incurren en acciones u omisiones que conculcan, lesionan, restringen o amenazan sus derechos a la vida, a la identidad, a la integridad, a la educación, a la salud, en definitiva sus derechos fundamentales.
El menor de edad hallaba ese amparo en los juzgados de menores, diseminados por todo el país. Tanto atendían sus necesidades cuando defeccionaban los padres, tutores o guardadores, como cuando los desairaban instituciones intermedias o el mismo Estado en cualquiera de sus dependencias y distritos.
Las medidas urgentes o provisorias, de tutela anticipada, operaban como respuestas inmediatas a la situación que tenía verosimilitud, sin perjuicio de un proceso legal que daba oportunidad de hacerse oír y producir prueba a todos los interesados (ley prov. 9.053).
Cuestionado el llamado “tutelarismo” que se fue perfilando bajo la ley 10.903, y que se consolidó con el advenimiento del Estado de bienestar desde mediados del siglo pasado, la ley 26.061 baja el telón para iniciar una nueva era de “garantismo”. Mirando a las garantías negativas, y para neutralizar el avance del Estado sobre la privacidad de los niños y sus familias, prescinde de los juzgados de menores y confía la atención de la niñez desamparada a la administración estatal, bajo contención judicial cuando las medidas entrañan el apartamiento del medio familiar (art. 40).
Las garantías positivas quedan reducidas a lo que el ministerio pupilar pueda instar judicialmente si conoce acerca del abuso de autoridad o de la inacción estatal[9] en el caso concreto, o a lo que pueda demandar el ombusman para la niñez como colectivo.

Conclusión

Estamos en un tiempo de graves decisiones. Hay derechos fundamentales en juego.
Las decisiones de los adultos conciernen a la niñez y su interés superior, por lo que no pueden ser el fruto de meras elucubraciones de gabinete, o de disputas ideológicas anacrónicas, ni consistir en ensayos atrevidos que desafían largas experiencias recogidas a lo largo de un siglo.
Un avance sin rupturas exige justamente el respeto de lo preexistente, sin perjuicio de las innovaciones que lleven a su mejoramiento, a su mejor provecho.
La responsabilización creciente de padres, tutores y guardadores no quita –sino que más bien impulsa- la de las instituciones intermedias y la del mismo Estado en su compromiso de dar bienestar a la población menor de edad.
Así como se mantiene el ministerio pupilar y se crea la defensoría pública de niños y adolescentes para procurar la mejor protección jurídica de la minoridad, debe preservarse el amparo privilegiado que las distintas jurisdicciones del país tenían, y mantener a ese respecto como garantía positiva la labor que hasta ahora vinieron desplegando los juzgados de menores, sin perjuicio de los cambios que lleven a su renovación, o aún a su sustitución por otra instancia judicial más efectiva si existiere.
Con mayor razón cuando el Estado transita una nueva etapa, signada por un cambio conceptual que lo pone en retirada, tanto en lo conceptual al convertirse en un Estado regulador de servicios tercerizados, como en lo coyuntural ante el impacto negativo que en el gasto público produce la crisis global। Es justamente cuando mayor importancia cobran los órganos judiciales que pueden requerir a los administrativos los servicios en que se muestran remisos u omisos, y particularmente los llamados de suyo a hacerlo en resguardo de quienes son doblemente vulnerables; por su edad y por su sitación de desventaja social. .............................................................................................................
[1] El texto constitucional aprobado en la Convención Nacional Constituyente del año 1949 fue derogado por un gobierno de facto, “en ejercicio de sus poderes revolucionarios” el 27 de abril de 1956, y nunca más restablecido hasta el presente.
[2] En nuestra tierra, desde el año 1642.
[3] Cf. Unicri-Ilanud: “Infancia, Adolescencia y Control Social en América Latina, Ed. Depalma, Bs.As., 19906, Informe sobre la Argentina.
[4] No desconocemos, sin embargo, que hay enunciados fundamentales que introducen metas políticas y sociales como derechos. Es lo que sucede, por caso, con el acceso a una vivienda digna que proclama el art. 14 bis de la Constitución nacional, y que contrasta de modo vehemente con la multiplicación de viviendas precarias que da color a las grandes urbes argentinas y latinoamericanas.
[5] Cf. Ferrajoli, Luigi: “La teoría del derecho en el paradigma constitucional”, Madrid, 2008, p. 90 y sgts.
[6] Recientemente el Juzgado en lo Contencioso Administrativo N ° 1 de La Plata, en la acción de amparo incoada a favor de chicos de la calle, instó al Ministerio de Desarrollo Social a que en el plazo de diez días garantice el funcionamiento de un lugar, durante las veinticuatro horas del día, “para cubrir las necesidades básicas de alimento, higiene, descanso, recreación y contención de los niños, niñas y adolescentes que requieran esa asistencia, sea en forma espontánea o a requerimiento de quienes puedan peticionar por ellos (10-11-08 in re “Asociación Civil Miguel Bru y otros c/ Ministerio de Desarrollo Social Pcia. de Bs.As. y otro/a s/ amparo”).
[7] Cf. ibidem.
[8] Así vemos que “...el justiciable debe cumplir y acreditar prima facie los recaudos sustanciales del amparo...” (Gómez, Claudio Daniel “Constitución de la Nación Argentina”, Ed. Mediterránea, cba, 2007, p. 424). Igualmente que “la acción de amparo presupone la existencia de un derecho o garantía incontrovertido, cierto. Este extremo no se halla sujeto a un amplio debate o prueba sino a la mera verificación de la conducta u omisión lesiva y el agravio consiguiente. Por lo tanto, se frustra la procedencia del amparo cuando la arbitrariedad o ilegalidad que se invoca no surge con total nitidez, resultando ajenas a esta vía todas aquellas cuestiones que sean opinables o bien requieran de un mayor debate y aporte probatorio...” (Barrera Buteler, Guillermo: “Constitución de la Provincia de Córdoba”, ed. Advocatus, Cba., 2007, p. 133.
[9] Con seguridad, lo más frecuente., y máxime en tiempos de crisis en que los recursos estatales se van agostando, de la periferia a la capital del país, de los más vulnerables a los menos vulnerables.



José H. González del Solar