¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

(Antonio Machado)

Medidas tutelares en la minoridad

MEDIDAS TUTELARES EN LA MINORIDAD*

Introducción
Estas consideraciones conllevan el propósito de abordar integralmente lo tocante a las medidas tutelares en la minoridad, haciendo explícito el problema, revisando la solución legal, y formulando la crítica que nos merece.
I.- El problema
Al asumir el problema que nos ocupa, debemos centrar la mira en la niñez como estadio existencial de inmadurez. Una inmadurez que se expresa en la visión egocéntrica y aloplástica de la vida, la impulsividad y la dificultad para diferir las gratificaciones, todo lo cual conduce –en definitiva- a una actuación sin criterio.
La inmadurez acarrea vulnerabilidad, en cuanto el ejercicio por sí de derechos que la persona goza puede ir en detrimento de su propio interés, y ese detrimento puede agravarse en circunstancias muy desfavorables, de desamparo y consecuente desventaja en lo social.
II.- Las vías de solución legal
El estado de minoridad fue la primera respuesta que el ordenamiento jurídico dispensó al niño en procura de un emplazamiento acorde a la problemática emergente de la edad. La diferencia entre niñez y adultez se estableció legalmente con la determinación de una edad por debajo de la cual[1] se presume que la persona, en razón de su inmadurez por infancia (incapacidad para hablar con discernimiento)[2] o por adolescencia (incapacidad para actuar conforme al discernimiento)[3], se encuentra impedida de actuar con arreglo a su propio interés, es decir en términos tales que viabilicen su desarrollo integral.
El status del menor de edad se traduce en un régimen diferencial tendiente a preservar sus derechos fundamentales, garantizándole guarda, educación y defensa de sus derechos en lo personal y lo patrimonial. Por lo mismo importa incapacidad y sujeción, por cuanto previene la realización por sí de actos jurídicos que puedan serle desfavorables, y sirve a la provisión de lo necesario para su desarrollo integral.
Los implementos de protección diferencial giran, consecuentemente, en torno a dos grandes institutos: la representación y la patria potestad, ambos por imposición legal.
Pero la vulnerabilidad propia de la niñez puede acentuarse y adquirir ribetes muy comprometedores en determinadas circunstancias, colocando al que las padece en neta desventaja respecto a sus pares[4]. El desamparo que involucran determinadas situaciones de conflicto (orfandad, exposición, abandono, maltrato, delicción)[5], exige de complementos que la legislación suele incluir, y que en la nuestra integraban el ministerio pupilar y la tutela en el ámbito civil.
Cuando lo atípico dejó de ser meramente casuístico y se convirtió en un fenómeno social, esos complementos se hicieron insuficientes, y el amparo del menor de edad derivó en el protagonismo estatal e ingresó en el ámbito del derecho público[6]. Advino, entonces, la tutela estatal, perfilándose distintas modalidades de intervención.
III.- Las medidas tutelares
Cuando hablamos de medida, aludimos a lo que sugiere medio y mensura. En cuanto medio, como herramienta eficaz para determinada elaboración, para obtener determinado producto; en cuanto mensura, como lo suficiente –ni escaso ni sobreabundante- para ello.
En sentido lato, y cuando de la minoridad se trata, podemos entender por medida tutelar la que se establece en el marco de la función asistencial que el Estado cumple para subvenir ciertas necesidades en la minoridad carenciada[7], o la que se acuerda u ordena en el abordaje judicial de un conflicto familiar[8].
En sentido estricto, en cambio, entendemos como medida tutelar la que se dispone en el ejercicio de la función tutelar que incumbe al Estado con miras a la protección integral de la minoridad en situación de conflicto, o sea de quienes tienen tal status y se hallan afectados por alguna situación que embiste uno o más derechos fundamentales.
En el ámbito de la actuación tutelar del Estado, las medidas tienen el fundamento constitucional que les dan los arts. 19 y 20 de la Convención sobre los Derechos del Niño. Asimismo están sujetas a los principios y garantías que enmarcan cualquier intervención estatal que restringe derechos y libertades; entre los primeros destacamos los de legalidad, humanidad, razonabilidad y mínima suficiencia, y entre los segundos los de debido proceso y defensa en juicio[9].
Al considerar su naturaleza jurídica, debemos destacar que implican actos decisorios que proveen a la guarda, educación y defensa jurídica del menor de edad, bajo condiciones que toman en cuenta su situación, supuesta o real, esto es verosímil o verdadera según el momento en que se adoptan: antes o después de la sentencia.
Al decir que proveen a la guarda, educación y defensa, hablamos de actos que deben estar adecuados a la índole de la situación que afecta al menor de edad (razonabilidad) y que no pueden exceder lo que la misma exige para neutralizarla, sobre todo teniendo en cuenta el grado de convicción que sobre su existencia tiene el juzgador (suficiencia).
A.- Razonabilidad
En la razonabilidad está en juego la eficacia de la medida. Su adecuación a la índole de la situación exige una relación de equivalencia[10] entre la deficiencia que la misma denota y la fuerza que porta el acto de autoridad.
La razonabilidad debe ser apreciada in re. Puede faltar, y así ocurre cuando hay una inadecuación por defecto (lo estéril), por exceso (lo autoritario) o por abuso (lo arbitrario).
La irrazonabilidad deslegitima el acto de autoridad por su misma ineficacia[11]. Así como no debe escatimar fuerza para neutralizar el agravio, tampoco puede usar de ella en demasía o con sentido aberrante[12].
B.- Suficiencia
En la suficiencia está en juego el respeto que la medida debe contener hacia los derechos y libertades en juego. Porque toda medida tutelar conlleva una afectación de derechos y libertades, en cuanto injerencia en la vida privada, debe observar una relación de equivalencia[13] entre la restricción que ocasiona y la fuerza que se aplica en el acto de autoridad.
La suficiencia debe ser apreciada in modo. No sólo teniendo en cuenta que la índole de los derechos y libertades comprometidos (intimidad, libertad de permanencia o de locomoción, etc.) sino también –y con mucha importancia- el grado de convicción que el juez tiene acerca de la existencia de la situación conflictiva de referencia[14].
La suficiencia tiene a evitar que la intervención estatal sea vivida por los interesados, y principalmente por aquél en cuyo interés superior se adopta, como una irrupción –que allana su privacidad más allá de lo indispensable en el caso- o como una precipitación en el juzgador –que ordena medidas propias de un pronunciamiento definitivo- cuando aún no se ha arribado a una conclusión cierta e irrevocable.
La autoridad estatal debe proceder con circunspección, es decir con ponderación de las circunstancias para que su actuación tenga razonabilidad y suficiencia, ocupando la plaza libre que deja la autoridad familiar (padres, tutores, guardadores) por infortunio, inhabilidad o deserción. Así se desprende del principio de supletoriedad[15], ya que el Estado no está llamado por naturaleza a sustituir a los padres, tutores o guardadores[16], sino a suplir un ejercicio inexistente, claudicante o nocivo de la potestad que les cabe respecto al menor de edad.
IV.- Medidas tutelares durante el proceso
Interesa, especialmente, precisar los caracteres que tienen las medidas que se determinan durante el proceso, o sea en tanto la situación de conflicto que atañe al menor de edad se halla en cuestión.
Con tal fin, conviene primeramente recordar que todo proceso tiende hacia la tutela efectiva de derechos, que es lo que se persigue al instar, por lo que lo cautelar se encamina a poner reparos para evitar que lo que se pretende efectivo termine siendo algo ilusorio.
En consecuencia, y si hablamos de medidas tutelares durante el proceso, hacemos referencia a medidas cautelares, mas no de aquellas que procuran asegurar que el proceso mismo se lleve a cabo (como las de coerción en el proceso penal; p.e. prisión preventiva), o las que tienden a evitar que se frustre en su desarrollo el fin a que se dirige (como algunas medidas preventivas en el proceso civil; p.e. embargo preventivo), sino de las que brindan un cierto anticipo de la tutela judicial que se demanda, pues posponiéndolo hasta su conclusión sostendría o agravaría el perjuicio que se pretende neutralizar.
Son, por lo tanto, medidas de tutela anticipada[17]que adelantan preventivamente implementos de protección; y son a la vez de tutela inhibitoria cuando se dirigen a neutralizar una acción ilícita en sus efectos futuros[18].
Precisando otros caracteres relevantes, podemos agregar que de su misma naturaleza se sigue que son provisorias, pues rigen durante la sustanciación de la causa; preventivas en orden a la tutela del menor de edad justiciable, aventando lo dañoso; flexibles, en cuanto devienen modificables en mérito a las circunstancias, mas siempre en homenaje al interés superior en juego. Con todo, cabe tener en cuenta que el acto decisorio hace cosa juzgada formal, por lo que la modificabilidad queda supeditada a la acreditación de nuevas circunstancias que lo exijan.
Su mismo sentido tutelar exige que sean temporáneas, no tanto con relación a lo procesal en sí, ya que la ley no lo acota, sino a una situación verosímil y al periculum in mora. Por ello deben responder a necesidades y no a estereotipos de actuación estatal[19].
Las medidas tutelares deben orientarse a proveer lo acorde a la edad del tutelado. Por ese mismo motivo son de guarda, educación y defensa[20], pero siempre en los límites de la razonabilidad y la suficiencia exigibles en lo provisional. En la educación quedan comprendidos los esfuerzos dirigidos a instruir y formar al tutelado, como así también corregirlo cuando lo requiere[21].
Ocasionalmente, y según las circunstancias lo hagan aconsejable, la medida puede constituir un mandato preventivo, entendiéndose así cuando, a título de diligencia oficiosa, se acepta como posible que el juez decrete medidas tendientes a evitar la repetición de daños en perjuicio de terceros ajenos al proceso[22]. Y esto así porque la misma investigación de lo fáctico, que devela la situación de conflicto que incide en un menor de edad, puede mostrar un alcance mayor, con perjuicio potencial o actual respecto a otros incapaces también involucrados[23].
V.- Un vistazo crítico a la legislación cordobesa
La ley provincial 9.053 ha previsto las medidas tutelares provisorias en el procedimiento de prevención (arts. 22 a 25) y en el de corrección (arts. 52 y 55). En ambos rituales se admiten las medidas que se adoptan con urgencia, sin informativa previa y sin sustanciación alguna (arts. 22, segundo párrafo, y 55), en el primer momento de la actuación.
Aunque los principios de razonabilidad y mínima suficiencia no se hallan explícitos, cabe resaltar que los mismos conciernen a la supletoriedad de la intervención estatal, y que ésta deriva del principio de subsidiariedad que contempla expresamente el art. 2°. Se encuentran implícitos, además, en el art. 4° que consagra el interés superior del niño, entendiéndolo como promoción de su desarrollo integral, y en el orden de prelación que contienen los arts. 23 y 52 y que prefiere la colocación familiar.
Los arts. 36 a 45 fijan los requisitos y formas para la guarda del niño[24], como medida provisional y como medida efectiva. También las modalidades de ejecución, y los límites a que queda sujeta la guarda institucional.
Tales medidas no pueden adoptarse sin haber conocido de visu et auditu al menor cuya situación está en cuestión (arts. 22 y 51), excepto en las medidas urgentes que por naturaleza o circunstancias no lo permitan.
Lo cuestionable está, en lo que toca a las medidas provisorias, en que ni el art. 23 ni el 52 exigen audiencia previa de padres, tutores o guardadores[25], aunque deban ser enterados de las mismas conforme a lo previsto en el art. 31 segundo párrafo, quedándoles la vía recursiva para expresar su disconformidad[26]. De no remediarse esto a tiempo, el paternalismo judicial que la ley 9.053 pretende arrojar por la puerta, estará ingresando nuevamente por la ventana con disfraz garantista y en detrimento del justiciable[27].




* Exposición en la Diplomatura “Los Derechos de los Niños y los Adolescentes”, Universidad Nacional de Córdoba, 10 de junio de 2005.
[1] De allí surge el comparativo “menor”, que pertenece a la terminología jurídica universal, y al que un discurso dominante –con sesgo marcadamente ideológico- le atribuye un sentido peyorativo, estigmatizante.
[2] En nuestra legislación, la inmadurez se presume hasta la edad de veintiún años. En lo civil, se presume la infancia hasta los catorce años (art. 127 del Cód. Civil); en lo penal, hasta los diez años (arts. 921 y 1076 del Cód. Civil; 1° de la ley 22.278, según ley 22.803).
[3] La adolescencia no impide que al menor de edad se le asigne una responsabilidad creciente, que en lo civil arranca a los catorce años con la llamada minoridad adulta, y en lo penal a los dieciséis años con la imputabilidad.
[4] Desventaja que se concreta en la desigualdad de oportunidades para usar del beneficio que brinda la vida social.
[5] La situación de conflicto resulta de hecho o hechos que producen o trasuntan un ataque a derechos fundamentales (vida, identidad, salud, educación).
[6] De los estudios comparados surge que la tutela estatal tuvo su adviento en Estados Unidos de América, y que fue movilizada por emprendimientos que realizaron organizaciones de caridad pública en Chicago, Illinois, en la segunda mitad del siglo XIX.
[7] Proveer de vivienda al grupo familiar, darle plaza en un establecimiento escolar próximo a su domicilio, dispensarle suministros para prácticas médicas costosas, etc.
[8] Disponer quien guarda al menor de edad, la frecuencia y modalidad de sus contactos con el progenitor no conviviente, etc.
[9] Ab initio en la legislación argentina, porque el ejercicio de la tutela estatal está presidido por el órgano judicial (art. 4° de la ley 10.903).
[10] No consiste en una igualdad aritmética sino de proporción.
[11] Así sucede, para ilustración, cuando el juez minimiza o magnifica las circunstancias, o cuando atiende a condiciones personales o patrimoniales que no hacen a la situación de conflicto de que se trata.
[12] Con lo que la energía deja de ser fuerza para tornarse violencia, o energía injusta.
[13] No consiste en una igualdad aritmética sino de proporción.
[14] Durante el proceso judicial, en que la situación es hipotética, o a partir de la sentencia que la verifica y le asigna consecuencias.
[15] Derivado del principio natural de subsidiariedad.
[16] Lo que convierte al Estado, o particularmente al juez, en un usurpador.
[17] Pero no son autosatisfactivas, dado que no se adoptan en un proceso autónomo y monitorio. Tampoco se ordenan en una sentencia anticipada, que acoge ab initio –y bajo contracautelas- lo que la duración misma del proceso podría tornar imposible o ya extemporáneo.
[18] Sea evitando nuevos daños, sea acotando y atenuando el ya producido. Un ejemplo claro de tutela civil inhibitoria existe en el retiro preventivo del conviviente, que autoriza al juez de familia el art. 21 inc. 4 de la ley 7.676, y al juez de menores el art. 24 de la ley 9.053.
[19] Si se ordena el retiro del menor de edad, o su sujeción a alguna medida de seguimiento y contralor (p.e. libertad asistida), debe ser en consecuencia de lo que la hipótesis de intervención estatal demanda en el caso y no por aplicación de lo que rutinariamente se hace “en tales casos”. Esto último es doblemente insensato, ya que somete al justiciable a restricciones innecesarias, y por consiguiente deslegitimadas, y a la vez malgasta los recursos limitados con que el Estado cuenta en su función tutelar.
[20] Como bien lo expresa el art. 3° de la ley nacional 22.278. Justamente ha dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación in re “Scacheri de López” (29-10-1987) que la legislación anterior –entre la que se cuenta la añosa ley 10.903- debe ser leída a la luz de la más reciente, como la de mentas, aunque quepa decir que está cumpliendo a su vez los veinticinco años de vida y que ha precedido en una década a la ley 23.849, ratificatoria de la Convención sobre los Derechos del Niño.
[21] Pero no puede vulnerar la presunción de inocencia que favorece al menor de edad en el proceso dirigido a su corrección, y aún eventual sanción (arts. 1° y 2° de la ley 22.278), por lo que lo correctivo tiene que responder a deficiencias de comportamiento que revela la informativa durante la disposición provisional y no al factum mismo en cuestión.
[22] Cf. Leyba, Inés: “Avances en materia procesal hacia la efectiva vigencia de los derechos sustanciales”, en El Dial.com (www.eldial.com), Doctrina, 22/4/2005.
[23] La investigación del maltrato hacia un niño puede revelar una incidencia más amplia, que alcanza ya a otros niños en una misma esfera de relaciones, o que puede afectarlos por las características que tiene el desenvolvimiento del supuesto maltratante.
[24] Aplicables al procedimiento de prevención, aunque el art. 37 rige también para el de corrección (art. 52 inc. a).
[25] Hacemos notar que la praxis judicial lo va imponiendo porque atañe a la garantía de la defensa en juicio.
[26] En lo correccional, el de apelación (art. 53). En lo prevencional, los de reposición y apelación en subsidio con arreglo al art. 363 del Cód. Proc. Civil, ya que la previsión que hacía el art. 23 in fin de la ley 9.053 quedó suprimida en la reciente reforma que hizo la ley 9.218.
[27] Porque al privarse del conocimiento que puede llegar por los padres, los tutores o los guardadores, el juez compromete seriamente la razonabilidad y la mínima suficiencia de las medidas que ordena, pudiendo llegar tarde el remedio recursivo.

Tutela estatal en situación de conflicto

¿PATRONATO DE MENORES, O TUTELA JURISDICCIONAL EFECTIVA?*
Por José H. González del Solar

Introducción
El título de esta exposición suscita una cuestión en disyuntiva. Ahora bien, y como lo recuerda José Ramón Pérez en sus palabras introductorias a su obra sobre el filósofo cordobés Nimio de Anquín[1], el planteo de una cuestión sólo se hace posible cuando hay un objeto inteligible.
Siendo el objeto inteligible, se trata entonces de aprehenderlo y de razonar a su respecto, descubriendo sus implicancias y relaciones. Y el objeto, en el tema que nos ocupa, finca en el amparo que requiere el menor de edad cuando se encuentra en situación de conflicto, es decir en una situación que presenta un menoscabo para sus derechos fundamentales, en un emplazamiento de desventaja social por alguna deficiencia grave que le produce un agravio jurídico fundamental, actual o inminente, y que puede acarrearle impedimento, y aún minusvalía en la vida de relación.
En lo que nos interesa, por concernir al tema en cuestión, el objeto incluye la intervención del Estado en el amparo. Relegamos entonces aquí, dejándolo para otra oportunidad, la participación que puede reconocerse a las familias, a las entidades intermedias y a los llamados organismos no gubernamentales ONGs), al respecto.
Si de razonar sobre el punto se trata, y de dar respuesta a la cuestión propuesta en su disyuntiva, debemos tener en cuenta que las connotaciones jurídicas que encierra dan al asunto un cariz de acentuada opinabilidad, y que consiguientemente los “pro” y los “contra” que toda opinión porta exigen –en el ámbito científico- una actitud inicial de respeto hacia quienes sustenten otras opiniones, parcial o totalmente disidentes.

I.- Nuestra opinión
Entendemos que la disyuntiva es sólo aparente, y que por ello debe resolverse en favor del patronato de menores, cualquiera sea la denominación que se le dé, porque el amparo al menor de edad en situación de conflicto debe ser integral, como deber del Estado (art. 19 de la Convención) y como derecho del niño (art. 20), ambos correlativos, según lo reconoce la conciencia jurídica internacional y lo consagra la República Argentina a nivel constitucional (en función del art. 75 inc. 22 de su Carta Magna).

II.- Nuestras razones
Más de una vez hemos recordado dos enseñanzas que supo dejarnos Herman Heller en su estudio sobre Teoría del Estado[2]: a) La función del Estado, consiste en la organización y activación autónomas de la cooperación social en un territorio determinado (p. 221), fundada en la necesidad histórica de un modus vivendi común que armonice todas las posiciones, neutralice las tensiones y supere los conflictos que genera la convivencia ; y b) El Estado existe en sus efectos (p. 219), ya que en cuanto persona de existencia ideal –como lo considera nuestra legislación- sólo deviene perceptible en una actividad de sentido protagonizada por hombres con un propósito común de repercusión colectiva.
En cuanto a la primera afirmación de Heller, se basa en la vocación social que el hombre lleva en su naturaleza, y que trasciende el mero instinto gregario que se advierte en especies de la vida animal. Lamentablemente, tanto el individualismo como el colectivismo que recorrieron el siglo XX, y que todavía proyectan su sombra en el siglo que vivimos, abortaron lo que es razón primera y principal en la existencia del Estado: la cooperación que la sociedad posibilita para que las personas alcancen una vida plena.
Acerca de la segunda afirmación, la existencia del Estado no reside en un mero andamiaje normativo –aunque las normas configuren su causa formal extrínseca- ni en nombres o configuraciones que toman los agrupamientos humanos –llamados instituciones- o emplazamientos desde donde se ejerce la autoridad o el mando, sino en la acción de conjunto con que aúnan la convivencia en aras del bien común, esto es el despliegue con que cooperan en la consecución de objetivos que las familias y entidades intermedias no pueden emprender por sí al superar su capacidad de organización y actuación.
En esto hallamos el principio de subsidiariedad, que funda y legitima la función asistencial del Estado, para que la comunidad llegue en ayuda de las familias y personas que se encuentran carenciadas. Esta función, larvada en otros tiempos históricos, cobró notables bríos desde la segunda posguerra en el siglo ppdo., llevando a que el Estado –perfilado como un “Estado benefactor o de providencia”- asumiese paulatinamente un rol activo en el socorro a los sectores sociales postergados, pese a la dura y empecinada crítica que hacían los partidarios del “Estado gendarme o de abstinencia” como Luis Von Misses y Federico Von Hayeck.
Ese principio ordenador de la existencia política, asume connotaciones peculiares como principio de supletoriedad, de mayor compromiso, cuando la función asistencial da paso a la función tutelar del Estado. Ya no se basta con llevar su ayuda a quienes padecen carencias, a través de programas de salud, vivienda, etc., sino que pasa a suplir la inacción de quienes han contraído responsabilidad familiar o comunitaria y están faltando a sus deberes en detrimento del bien común.
Es lo que sucede con los niños, esto es con quienes por infancia o adolescencia están originariamente confiados a la guarda y educación de sus mayores y se ven afectados por una desatención en condiciones tales que violentan sus derechos fundamentales (vida, identidad, salud, educación).
El Estado, entonces, avanza ante la privación de cobertura genuina, y lo hace por una razón de interés público, que es a la vez el interés superior del niño, porque el pueblo está interesado -enfáticamente lo decimos- en que los niños en desventaja social gocen de igualdad de oportunidades para obtener un desarrollo integral.
Esa función supletoria del Estado tiene historia en Occidente: No bastando la protección jurídica diferencial que ofrecía el estado civil de minoridad (de antiguo cuño) para la niñez, surgió la excepcional para la niñez en desventaja social, lo que primero –y durante muchos siglos- fue únicamente casuístico, y devino en colectivo con los grandes cambios que trajo la era industrial, el auge del capitalismo liberal y las revoluciones y guerras que les siguieron en el mundo. Hubo antiguamente un “padre de huérfanos”, que luego tomó el nombre de “defensor de menores” y operaba en el ente comunal (cabildo entre nosotros), y que desde el final del siglo XIX dio lugar a la emersión de las “cortes juveniles” o “tribunales de menores” y consiguientemente a un papel protagónico del ámbito judicial.
Ese papel protagónico se debía a que la concurrencia de los servicios administrativos fue muy tímida durante la vigencia del “Estado gendarme o de abstinencia”, y a que recién desde mediados del siglo XX fue ocupando espacios que antes estaban librados a la beneficencia o la solidaridad de otras organizaciones comunitarias.
La primacía judicial no fue hegemónica, ya que hubo países –Bolivia en América, Suecia en Europa como emblemáticas- que dieron prioridad a la actuación administrativa. Con todo, la intervención estatal no se reducía a la función jurisdiccional, porque -más allá de la naturaleza del órgano y de la decisión que debía recaer al respecto- a nadie escapaba que la tutela estatal (entre nosotros patronato) debía implementarse con medios adecuados, y que éstos debían ser suministrados por la administración estatal[3].
Esa primacía ha servido y sirve como garantía fundamental: Que el Estado no intervenga en la vida del niño de modo directo e inmediato sino cuando haya una resolución que se funde en razones suficientes de hecho y de derecho, y que se haya arribado a esa resolución observando las garantías constitucionales del debido proceso y la defensa en juicio[4].
Aunque quepa reconocer que el régimen alternativo, que da prioridad a lo administrativo, deja abierta la posibilidad del control jurisdiccional, ya que la actuación de los servicios estatales, que inician de motu proprio, puede ser resistida por los que se consideren afectados y exigir un pronunciamiento judicial[5], igualmente hay que admitir –a nuestro ver- que el accionar de la Administración en función tutelar, tenñido por lo general de razones de oportunidad y conveniencia que la caracterizan, más que de razones jurídicas que lo sustenten, puede posponer el interés superior del niño en determinadas circunstancias, dejando en manos de sus representantes legales –si es que están enterados e interesados- un remedio judicial que puede llegar demasiado tarde.
Aunque la Convención admite ambos regímenes (arts. 9 y 19 entre otros), entendemos que el que da primacía a lo judicial es el más acorde a nuestra tradición jurídica, y el que guarda mayor fildeidad a nuestro sistema constitucional, ya que el agravio a derechos fundamentales –y en la situación en conflicto de un niño siempre se encuentran en juego derechos fundamentales- cuanta con remedio judicial en las cartas constitucionales de la Nación y de las Provincias (hábeas corpus, amparo).}
En resumidas cuentas, podemos colegir de cuanto antecede que el patronato estatal en la Argentina se sustenta en la tutela jurisdiccional efectiva, pero que la trasciende porque exige mucho más que la observancia de garantías jurídicas: Hace a su naturaleza proteccional que comprenda las medidas más adecuadas con arreglo a las connotaciones del caso, y que se disponga de los recursos humanos y materiales apropiados para llevarlas a cabo de manera también efectiva, es decir con eficacia (que se cumplan) y con eficiencia (que alcancen su finalidad).
Aunque el régimen escogido sea el jurisdiccional, en la función tutelar del Estado se produce una concurrencia material de órganos, cada uno de ellos en la órbita de su propia incumbencia, a saber: el juez o tribunal, que ejerce la jurisdicción, y en tal carácter preside el ejercicio del patronato en cada caso, determinando las medidas de protección; el ministerio fiscal, que controla la observancia de las normas de orden público, y en particular las de jurisdicción y competencia, y asimismo ejerce la pretensión punitiva cuando hace al caso; el ministerio pupilar, que integra la representación legal del justiciable menor de edad (agrega a la necesaria de padres o tutores la suya, que es promiscua), vela por el respeto a su interés superior, y eventualmente ejerce la pretensión que expresa un interés particular del niño (sin representantes necesarios, o con intereses contrapuestos) o su defensa; y el ente administrativo-tutelar, indispensable para que los anteriores puedan conocer la singularidad del caso, informarse de las vías de abordaje existentes, y obtener el cumplimiento de las que finalmente se ordenen en consecuencia.
Así resulta que el interés superior del niño no se satisface con la sola tutela efectiva que le brinda un proceso judicial en que se respetan las garantías fundamentales[6] -a lo que los más eximios procesalistas consideran una “tutela jurisdiccional efectiva”, en cuanto instancia superadora del conflicto que encierran los delitos y las litis [7]- sino que demanda la implementación real de medidas que guarden legalidad, humanidad, razonabilidad y mínima suficiencia en su adecuación a las connotaciones del conflicto, y que no queden truncas por inconsecuencia, esto es por falta de voluntad en llevarlas adelante o por carencia de recursos.
El Estado se percibe en sus efectos, decíamos. Pues, entonces, la tutela estatal se percibe en las medidas que se cumplen para brindar al menor edad en situación de conflicto una efectiva igualdad de oportunidades, conjugándose la prudencia en la decisión y la diligencia en la ejecución.
* Exposición en la Diplomatura “Los Derechos de los Niños y los Adolescentes”, Universidad Nacional de Córdoba, 13 de mayo de 2005.
[1] Pérez, José Ramón: “Filosofía y Teo-Filosofía. Nimio de Anquín” (1896-1979), Ed. Del Copista, 1999).
[2] Heller, Herman, “Teoría del Estado”, Fondo de Cultura Económica, México, 1990).
[3] Por eso la ley provincial 4.873 (“Estatuto de la Minoridad”) asignaba al Consejo de Protección al Menor funciones de colaboración, asistencia técnica y ejecución (art. 18).
[4] Lo que no siempre ocurrió, unas veces por defecto de la legislación y otras por exceso o abuso en el ejercicio de la autoridad judicial.
[5] Como lo dispone el art. 827 inc. v) del Código Procesal Civil de la Provincia de Buenos Aires a partir de la ley 13.298 de “Promoción y Protección de los Derechos del Niño”, publicada el 27 de enero de 2005, y en función de lo que preven sus arts. 37 a 39.
[6] Que el actual régimen provincial en la materia, introducido por la ley 9.053, lleve el título de “Protección Judicial del Niño y el Adolescente” no importa que la tutela estatal se circunscriba a un proceso justo, como bien se desprende del texto y del espíritu que lo anima.
[7] Así se infiere de cuanto expone Francesco Carnelutti en “Cómo se hace un proceso”, Ed. Iuris, Rosario (Sta. Fe), 2005.