LA COERCIÓN PENAL EN CONTEXTOS DE INJUSTA DESIGUALDAD: UNA LECTURA CRÍTICA*
CRIMINAL COERTION IN CONTEXTS OF UNFAIR
INEQUALITY: A CRITICAL READING
Por José H. González del Solar
“Para juzgar con
justicia a tu pueblo, y a tus pobres con juicio justo”
(Salmo 71, i)
“If a free
society cannot help the many who are poor, it cannot save the few who are rich”
(John F. Kennedy, Inaugural Adress, 1961)
RESUMEN
Siguiendo la
sugerencia de R. A. Duff y Stuart P. Green ( su Prefacio en Fundamentos filosóficos del Derecho Penal,
Marcial Pons, Bs.As., 2020), y tomando su obra como una suerte de marco teórico,
intentamos aquí una lectura crítica del artículo de Roberto Gargarella: La Coerción Penal en Contextos de Injusta
Desigualdad” (Título original: Penal
Coercion in Contexts of Social Injustice,
en “Criminal Law and Philosophy” 5: 21, Springer, Oxford, Enero 2011), valioso
por la proximidad del autor a nuestra realidad, que excede los límites del país
para abarcar una amplia región de países unidos por la desventura de la América
postergada.
PALABRAS CLAVE: Sociedad, destino común, corresponsabilidad, Estado indecente, injusta
desigualdad, responsabilidad penal, eximente.
ABSTRACT
Following the
suggestion of R. A. Duff and Stuart P. Green (his Preface in Philosophical Foundations of Criminal Law,
Marcial Pons, Bs.As., 2020), and taking his work as a frame of reference, we
present our critical reading of the article by Roberto Gargarella: Penal Coercion in Contexts of Social
Injustice (in Criminal Law and Philosophy
5: 21, Springer, Oxford, January
2011), valuable due to the proximity of the author to our reality, which
exceeds the limits of the country to cover a wide region of countries united by
the misfortune of a neglected America.
KEYWORDS: Society,
common destinity, co-responsability, indecent state, unfair inequality,
criminal liability, exemption
Introducción
Al adentrarnos
en la lectura de los trabajos de autores varios que reúnen R. A. Duff y Stuart
P. Green en su obra “Fundamentos Filosóficos del Derecho Penal”[1],
aprovechando la vida de retiro impuesta por la reciente pandemia, nos
encontramos con el encomiable artículo de Roberto Gargarella sobre “La coerción
penal en contextos de injusta desigualdad”[2].
No porque Duff y Green lo hubiesen incluido en su obra de referencia sino
porque, desde el mismo Prefacio, han querido destacar el artículo de Gargarella
como uno de los “nuevos e interesantes trabajos sobre las implicancias de la
injusticia social para la justicia penal”[3].
Fue entonces
que, utilizando la obra de Duff y Green como una suerte de marco teórico, nos
propusimos seguir el itinerario recorrido por Gargarella en su aproximación
descarnada a la realidad de lo penal en los contextos de injusta desigualdad y compartir
observaciones que fueron surgiendo y que aquí dejamos plasmadas.
No es la
desigualdad en sí lo que históricamente irrita la existencia humana pues le es
connatural, sino la que va asociada a la injusticia, al reparto de poderes y
deberes que todo régimen jurídico conlleva.
Si bien la
injusta desigualdad puede tener su origen en la diferencias que una sociedad
establece siguiendo su tradición religiosa o cultural, o en la discriminación que
por otras razones padecen ciertos sectores de la población, a nadie escapa, y
más por intuición de la propia labor profesional que por la fría estadística, que
en nuestro suelo iberoamericano la aplicación de la ley penal recae con mayor
frecuencia y mayor severidad en el segmento social teñido por la pobreza
estructural, esa pobreza que se vive y se transmite de generación en generación
como si fuera una fatalidad, algo ineluctable que en definitiva fuerza a cada
persona o grupo al conformismo de la sumisión o al inconformismo de la
transgresión[4].
Ante ese
pronunciado desnivel que -quiérase o no- termina incidiendo en la misma aplicación
de la ley penal, se ofrecen al observador dos posibles actitudes, muy probablemente
condicionantes en sus análisis y sus conclusiones: O una acrítica que entiende
que la inequidad existente es algo que escapa a la ley penal misma y que, en
todo caso, compete al Estado remediar en sus efectos a través de sus políticas
en lo social, lo económico, lo cultural; o
bien una mirada crítica que sostiene que esa desigualdad involucra a la
misma ley penal y a la responsabilidad que cabe al Estado en su aplicación como
herramienta de orden y paz social.
La primera rinde
culto a la ley, y se desentiende de su suerte. La segunda, en cambio, pone en
cuestión la legitimidad misma de la ley penal en tal contexto, y a ella
adscribe Gargarella.
Ninguna duda
cabe que subyace a esta cuestión la misma filosofía política que lleva al
origen del Estado, a la ley como su causa ejemplar, a su finalidad y a la
ciudadanía, entre otros temas que deben siempre inquietar porque interpelan a
quienes estudian la legislación penal. Por eso quisimos valernos de reflexiones
muy actuales sobre el tema que ofrecen Duff, Green y otros calificados autores
convocados en su obra, todas ellas con peso suficiente para dar mayor luz a cuanto
nos dice Gargarella sobre la realidad penal.
I.- El contrato social y la coerción
estatal
Los estudios de
antropología cultural enseñan que la ley es un universal de la cultura[5].
Si bien ha servido desde un principio al hombre para fijar pautas de
comportamiento comunal, también ha procurado asegurar muchas veces su
observancia con sanciones cuya evolución ha tenido distintas determinaciones
según el contexto.
El mismo saber
humano nos advierte que esas sanciones procuran, desde un principio, garantizar
la convivencia reforzando el comportamiento que lo hace posible. No se han
propuesto en el tiempo abarcar toda expresión de la vida humana, ni toda la
amplitud de las relaciones de intercambio que supone la comunidad, sino lo que
cada sociedad en su momento estima indispensable para su supervivencia. Por
caso, vale notar que ni la misma teocracia en el Pueblo de Israel, según se
desprende del Antiguo Testamento, quiso sostener su cohesión interna con penas que
regimentaran todos los espacios de la vida asociada sino que libró a la
autoridad de sus patriarcas, jueces y reyes sólo lo que era de utilidad común
para la misión que debía cumplir en la Historia.
Pese a que la
misma Naturaleza nos muestra cómo el instinto gregario asocia espontáneamente a
los individuos en las especies inferiores, y que de modo similar podría
explicar las asociaciones que forma en su especie superior el zoon politikon (Aristóteles, “Política”,
I), con frecuencia se acude a la hipótesis del acuerdo, la convención o el
contrato para explicar el origen de la vida política.
Para unos, esa
concurrencia responde al propósito de evitar las múltiples colisiones de
intereses que llevarían a la mutua destrucción, confiando cada uno su libertad
al Estado para poder seguir siendo todos tan libres como antes[6].
Erige en fin la preservación de la libertad como condición para que cada uno de
los que concurren a la vida asociada pueda satisfacer su existencia sin la
interferencia de otros que podrían obstarla con la misma pretensión. Resabio de
la resistencia al despotismo y al totalitarismo, que la Humanidad ha debido
afrontar en distintos periodos de su Historia, da a la libertad valor supremo
dentro de la cual los ciudadanos pueden trazar su vida de acuerdo a sus
expectativas y posibilidades.
Para otros, en
cambio, el acuerdo expresa la voluntad coincidente de procurar en común la
consecución de bienes que de otra manera no serían asequibles. El Estado tiene
por fin el conjunto de bienes que la ciudadanía espera de la vida en comunidad
política, entre los cuales conjuga con más o menos énfasis -según la concepción
política imperante- la libertad como el medio que hace posible el mayor
provecho personal[7].
Como se verá luego, el tema que aquí abordamos tiene en mira esta finalidad
política y sus consecuencias cuando el escenario de ciertos delitos tiene como
telón de fondo carencias incompatibles con la vida social.
Ya se trate de
hacer posible una vida libre, ya de promover el goce en común de bienes varios
merecedores de la mayor estima, el Estado está llamado a establecer un orden
indispensable, reconociendo o asignando poderes y deberes a unos y otros, y ese
orden se establece por medio de las leyes, allí donde se expresa la voluntad
común de perseguir el fin en que coinciden.
La ley penal –dentro
de la legislación estatal- es una herramienta de esa aspiración común. ¿Acaso necesaria sólo en la medida de lo indispensable
para salvaguardar la libertad de los ciudadanos, incluyendo la del mismo
transgresor? ¿O acaso necesaria para la preservación de todo un conjunto de bienes
jurídicos estimados dignos de máxima protección? Estos interrogantes marcan
frecuentemente los extremos de la tensión existente entre quienes procuran ampliar
el campo de lo punitivo y quienes se empeñan en limitarlo, y aún reducirlo
hasta su casi abolición[8].
Se trata de una
cuestión previa a la que aquí nos motiva, que no es otra que la ley penal en un
contexto de injusta desigualdad. Con el propósito de dilucidarla, acudimos a distintos
enfoques que hallamos en el marco teórico escogido, sin desconocer que por
otras vías de pensamiento podría arribarse a conclusiones equivalentes.
Malcolm Thorburn
mira preferentemente a la libertad cuando plantea el tema como protección de la
competencia, tanto la privada de cada persona para decidir cómo utilizar su
cuerpo y propiedad, como la de la competencia pública del Estado para atender las
precondiciones de las libertades individuales por medio de leyes vinculantes y
de su aplicación coercitiva. En esa dirección dice que “el Derecho nos exige no
interferir nunca en los asuntos que están fuera de nuestra competencia”, y que
los funcionarios estatales tienen derecho a tomar decisiones en nombre de la
ciudadanía para que pueda ejercer su competencia, mas siempre en la medida en
que actúen como agentes de la competencia de los ciudadanos. Basado en la vida
política como cooperación, entiende que su punto de vista encaja muy bien con
la concepción del Derecho penal liberal[9].
En esta
dirección, acota Markus P. Dabber que un país muchas veces modelo en lo que
hace a la constitución política, como los Estados Unidos de América, nunca ha
puesto en cuestión esa fundamentación del Estado, y del poder penal como una
instancia del poder de policía estatal. Todo sirve al reino de una máxima
libertad individual, y por lo mismo explica la tensión que muchas veces se
advierte entre los privado (oikos) y
lo público (polis), entre los
económico y lo político, en la salvaguarda de los derechos de sus ciudadanos[10].
Ensanchando esa
concepción cooperativa de la vida política, Richard Dagger resalta que la
libertad que se preserva no es tanto la que debe darse frente al Derecho sino
la que debe procurarse mediante el Derecho. Ante la necesidad de promover una
ciudadanía activa y responsable, el Estado tiene que proteger a las personas
tanto del imperium como del dominium; no sólo del poder del Estado,
en cuanto pueda tornarse arbitrario, sino del poder que tienen las personas y
los grupos en la medida en que puedan contrariar el desenvolvimiento de los
demás. En ese marco, El Derecho Penal asiste a la libertad de los ciudadanos
frente a quienes pretenden avasallarla con sus infracciones, aunque admite que
la definición de delito puede estar librada a manipulaciones ideológicas o de
los poderosos, como asimismo que puede haber circunstancias adversas que
empujen a infringir la ley, y así sucede cuando la organización social en la
que el infractor vive no le está dando oportunidades para desenvolverse de
acuerdo a la misma ley en cuyo nombre se lo castiga[11].
Matt Matravers
distingue dos líneas de pensamiento contractualista: una basada en la tradición
hobbesiana que entiende que la desigualdad natural favorece el beneficio mutuo
en la sociedad, y otra basada en Kant que se funda en la imparcialidad. Para la primera, esa
desigualdad es justa y beneficia a la vida humana sin más. Para la segunda, en
cambio, la desigualdad natural es arbitraria y por ello compete a la misma
sociedad neutralizarla. Pese a que el autor adhiere a la primera, admite que la
legislación tenga en cuenta estimaciones de justicia distributiva dado que la
vida social implica para cada ciudadano compartir el destino de los demás.
Atiende así a razones que brinda Rawls[12], aunque
finalmente suceda, según lo arroja la experiencia, que a unos les vaya mejor
que a otros en el mismo desenvolvimiento de la vida social.
En el marco de
esa concesión que hace, Matravers dice que también podría valer para la
justicia retributiva[13]
porque la misma experiencia arroja que la incursión en el delito puede provenir de desventajas reales que guarden
relación con la misma persona del infractor o con las circunstancias en que su
vida transcurre. ¿Por qué no reconocer que el transgresor en desventaja social
está comprendido en el destino común y que sus expectativas deben ser
consideradas más allá de su merecimiento? Ese transgresor no debe ser avistado
como alguien diferente al resto, un adversario de los demás, sino parte de ese “nosotros”
que hace a la vida social, aunque menos afortunado por sus desventajas
naturales, su origen o su adaptación al mundo que lo rodea[14].
Avistada la
sociedad como un destino común que involucra a sus integrantes, la definición
que hace el Estado de una determinada acción como delito, decidiendo perseguir
y castigar a quien lo cometa, implica por lo mismo –y más allá de la
responsabilidad individual del transgresor- una responsabilidad colectiva que
no se puede soslayar. Una corresponsabilidad, anterior a la misma transgresión,
que se expresa cuando define el delito y establece la modalidad y la intensidad
de su castigo, pero también cuando al mismo tiempo asume el deber de dar las oportunidades
para que cada uno pueda desenvolverse sin delinquir. Para juzgar la
responsabilidad de otro primero hay que hacerse responsable de lo que ello
implica; la responsabilidad es recíproca, y una “injusticia seria y
sistemática” –tal como lo expresa Duff- puede constituir “un obstáculo moral
para enjuiciar”. Sin embargo, con frecuencia esa responsabilidad colectiva se
invisibiliza tras la burocracia estatal en lo penal. Una comunidad responsable debería
examinar las condiciones sociales y políticas que están bajo su control y que contribuyen a la comisión de delitos.
Además, y aun en el supuesto de una legislación justa, tendría que examinar las
consecuencias sociales y políticas de sus respuestas a los actos delictivos[15].
Duff advierte
que si la ley penal no es una construcción arbitraria del Estado sino que tiene
un trasfondo moral, que se refiere a males que conciernen a la comunidad,
ninguna duda cabe que la repercusión del delito alcanza a todos por igual como
un asunto común. Así con relación a los llamados delitos mala in se como respecto a los mala
prohibita dado que, aunque no fueran intrínsecamente dañosos, alguna razón ha
habido para definirlas como dignas de reproche penal. La ley penal define y
castiga lo que la sociedad repudia de antemano.
Pero Duff
también advierte que la comunidad que pide cuentas al transgresor debe ser,
para empezar, una comunidad lingüística y normativa de la que aquél forme parte
y por lo mismo tenga capacidad para comprender y responder. En consecuencia,
una comunidad de agentes morales, un “nosotros” presidido por un interés común
más allá de los intereses individuales, un interés común que esa lengua común y
esas normas expresan y traducen en un proyecto cívico que la ley penal debe
salvaguardar.
Entendida la
ciudadanía como la mutua e igual participación respetuosa en ese proyecto
cívico, los males públicos que conllevan los delitos afectan a toda la
ciudadanía y a toda ella le conciernen.
Se pregunta Duff
si en una misma comunidad puede haber personas excluidas de la ciudadanía. Su
inquietud no se refiere a los visitantes, quienes están de paso y quedan
comprendidos dentro del ámbito que garantiza la ley penal, sino a quienes
emprenden una vida delictiva con desprecio de la misma comunidad en que se
encuentran insertos, y de quienes atentan contra la misma con su accionar
terrorista o de desestabilización del Estado. Sostiene el autor de mentas que los
primeros deben seguir recibiendo el trato de ciudadanos, sin perjuicio de la minusvalía
que su condena pueda importar, pero que tienen que ser estimulados a cobrar
conciencia de su ciudadanía y a recuperar la confianza de los demás. Los
segundos, en tanto, deben reputarse excluidos por propia voluntad de la ciudadanía
y deben ser tratados como enemigos, mas no con la ley penal sino con la que se
aplica a quienes militan como tales en tiempos de guerra[16].
Para los que
delinquen de manera habitual, la respuesta tiene suma relevancia en el tema que
nos ocupa ya que entre ellos se cuentan, muchas veces, los que asumen el delito
como estilo de vida ante la adversidad que encuentran en su entorno social. Con
frecuencia sucede que la exclusión social precede al delito; que hay
transgresores que provienen de sectores de la población que enfrentan
desiguales oportunidades para acceder a una vida digna dentro del marco de la
ley, a una vida que les posibilite satisfacer sus expectativas dentro de las que
suscita su inserción en la sociedad a que pertenecen.
Siendo esto así,
deviene válido preguntarse si cambia lo que “merece” como pena por su delito quien
vive en una sociedad que no le ha otorgado lo que “merece” como ciudadano. Justamente
porque –tal como lo destaca Green- un porcentaje muy alto de transgresores se
encuentra entre los más pobres y en desventaja[17], lo
que inquieta a expertos en la ley penal, habiendo quienes han empezado a
preguntarse si esa situación no está afectando la misma culpabilidad. No en
cualquier caso, desde luego, sino cuando queda a la vista que la desventaja
proviene de la falta de equidad social.
Por lo pronto,
podría haber en esa desventaja social una causa de justificación ante un estado
de necesidad en los términos en que lo admite como tal la ley penal[18].
O podría entenderse que opera como causa de exculpación cuando quien delinque
proviene de un “contexto social podrido”, como sucedería cuando quien delinque proviene
de lo que podría calificarse como un “contexto social podrido”. Calificación
utilizada por el juez estadounidense David Bazelon desde el caso “United States
vs. Alexander” (471 F.2d 923), y luego desarrollada conceptualmente por el
profesor de la Universidad de Alabama Richard
Delgado, quien sugería la posibilidad de que ese contexto adverso pudiera ser
causal de excusa fundada en una acción carente de libertad[19].
En suma, podría
llegarse a sostener que quien actúa de una manera típica en ese contexto
adverso está obrando conforme a derecho, o sin culpabilidad al no serle
exigible obrar de otra manera una vez fracturado por inequidad el contrato
social[20].
O bien que no habría necesidad de pena, ni en mérito a la prevención general,
ni a la especial[21].
R.A. Duff tiene otra
mirada. Basándose en las implicancias que tiene el contrato social como basamento
de la convivencia, pone en crisis la misma legitimidad de la sociedad injusta
para castigar a quien quebranta la ley cuando es alguien que padece una grave
desigualdad social[22].
No se trata, pues, de controvertir el injusto o la culpabilidad, o aun la
necesidad de la pena, sino la competencia moral de los jueces para juzgar al
responsable cuando la sociedad no asume su responsabilidad correlativa en la
satisfacción de las expectativas propias de todo ciudadano.
En otras
palabras: no es que el transgresor haya tenido derecho a obrar como se le
reprocha sino que es la comunidad política la que carece de derecho para
recriminárselo, para someterlo a juicio cuando de hecho se le está
desconociendo su ciudadanía, una precondición indispensable[23].
Resiste esta
generalización Stuart P. Green, quien entiende que cabría preguntarse si es que
el Estado carece siempre de autoridad para perseguir y castigar al empobrecido
y excluido, o si es que puede, en cambio, tener estatus moral para hacerlo según
la índole del caso. Esto así ya que si inequitativa pudiera ser la desventaja
social que muchos padecen, no menos inequitativa vendría a ser la equiparación
total de agentes, víctimas, hechos y circunstancias cuando de delitos se trata,
lo cual en definitiva agravaría la inequidad como un mal social. Green prefiere
un análisis adecuado de las circunstancias en cada caso, reparándose primero en
el delito mismo de que se trata; luego en la situación de desventaja real en
que se encuentra quien lo comete; y por último, pero no menos importante, en situación
concreta en que se halla quien resulta víctima del delito en la ocasión[24].
II.-
La coerción penal en contextos de inequidad social
En este marco, a
partir de reflexiones que hemos escogido en los artículos reunidos por Duff y
Green, afrontamos la lectura del artículo de Roberto Gargarella sobre el uso de
la coerción estatal en circunstancias caracterizadas por “una fuerte e injusta
desigualdad social”. Aunque sus consideraciones se encaminan en la misma
dirección que da a las suyas R. A. Duff[25],
conviene seguir su itinerario, sustentado en valiosa literatura sobre el tema, para
arribar a conclusiones que sean de interés y relevancia en el mundo jurídico
penal.
Gargarella parte
de una fuerte intuición: en contextos de desigualdad social, que distinguen al
que denomina “Estado indecente”, resulta difícil justificar el uso de la
coerción penal.
Recuerda, a modo
de introducción, la discusión ya abierta en torno al uso legítimo del poder
coercitivo del Estado, tema de muchos trabajos durante el siglo pasado -entre
los que destaca el de Rawls[26]-
que se preguntan por qué hay que obedecer a la autoridad política cuando uno
disiente con ella, y por qué hay que admitir el castigo al transgresor en tal
situación, máxime cuando se trata de medidas costosas de ventajas prácticas y
morales usualmente inciertas.
En esa línea, reconoce
la dificultad para justificar de suyo la
coerción estatal, y con mayor razón la coerción penal, para luego sostener que
esa dificultad se acrecienta sobremanera cuando el que ejerce la coerción penal
es un Estado indecente, caracterizado por una fuerte e injusta desigualdad
social.
Recorre dos
líneas argumentales que ponen en cuestión la legitimidad para juzgar a los
transgresores que padecen esa desigualdad. La primera atiende al contrato
social, en razón de que la comunidad política se sustenta en un acuerdo
fundante al que todos sus miembros adhieren con la expectativa de beneficios
comunes y dentro del cual contraen responsabilidades mutuas. Cuando la dinámica
de la interacción social lleva a que sectores se vean excluidos de esos
beneficios, la misma lógica del contrato social motiva que la comunidad carezca
de derecho al castigo.
La segunda
línea, no ajena por completo a la anterior, enraíza en la democracia y en una
visión dialógica de la sociedad. La idea principal -subraya- es que las normas
justificadas sean aquellas en que cada ciudadano pueda considerarse su autor,
verse reflejado en ellas, constituir –como dice Duff- una comunidad lingüística
y normativa. Cuando las personas empiezan a no reconocerse en esas normas, que
no suenan como su propia voz, porque la única ley que suena para ellas es la de
la sanción penal, caduca la democracia como un régimen de vida en el que la
imparcialidad resulta de procesos de deliberación inclusivos. Las políticas
públicas se van sesgando en favor de los aventajados, quienes controlan el
proceso de formación de las decisiones, y la pretensión del Estado de hacer uso
de la coerción deviene cuestionable cuando recae en los que menos
involucramiento tienen en el diseño, aplicación e interpretación de las normas
que autorizan esa coerción.
Ambas líneas
argumentales permiten identificar al Estado indecente. Gargarella brinda
razones que explican las mayores exigencias que deberían pesar sobre ese Estado
que pretende ejercer la coerción penal. Es que ya la inequidad social no
permitiría presumir que el Estado se encuentra justificado para usar la coerción,
particularmente contra el que ha transgredido en términos de ley penal, y más
bien cabría partir de la presunción contraria: que se halla deslegitimado para
ello a menos que demuestre que está haciendo esfuerzos genuinos y verificables
para cambiar las circunstancias adversas que vive parte de sus miembros.
Sostiene que “debe resultar claro para cualquiera que está dirigiendo todas sus
energías a poner fin a las injusticias que hasta hoy ha auspiciado”.
El autor no pone
en cuestión la antijuridicidad del hecho transgresor, ni pretende hallar causa
de justificación[27]
o de ausencia de responsabilidad en quien lo ha cometido[28], ni
abre una discusión sobre la necesidad de la pena, sino que objeta la
legitimidad del Estado para pedir cuentas, para atribuir responsabilidad cuando
no asume la suya en un marco de corresponsabilidad.
En palabras de
R. A. Duff -con quien acuerda- estarían faltando precondiciones de la responsabilidad delictiva y el juicio debería
quedar en suspenso. No porque el transgresor haya tenido derecho a hacer lo que
se le atribuye, sino porque la comunidad política carece de autoridad moral
para exigirle cuentas[29].
Coincide pues en
que hay una responsabilidad colectiva, tal como la que refiere Alice Ristroph en su ya citado aporte
a la obra que nos sirve como marco de referencia. Si se atribuye
responsabilidad a alguien como transgresor, esa atribución debe darse en el
terreno de la corresponsabilidad que cabe a todos los ciudadanos en las cargas
y los beneficios. Después de todo -y tal como lo recuerda Matravers- todos
están comprendidos en un destino común, por lo que el transgresor no debe ser
avistado como diferente al resto sino como parte de un “nosotros” aunque en desventaja.
Gargarella va
más lejos todavía: no sólo estaría deslegitimando al Estado esa falta de
reciprocidad en las prestaciones sino que, habiendo desigualdad social, existiría el serio riesgo de que el Estado
fuese instrumentado por los aventajados para mantener o profundizar sus
ventajas, y no sería antojadizo presumir que, en tiempos de crisis, esa
instrumentación pudiese llevar a decisiones que no fueran imparciales, o a una
menor tolerancia y a castigos más duros hacia los transgresores que justamente proviniesen
de los sectores en desventaja, excluidos de la vida pública y sin posibilidades
de hacer oír su voz. En ese marco, la ley penal estaría sometiendo a unos al dominium de otros y estaría así desnaturalizando su
función dentro del Estado[30].
Así, ante el
alto riesgo de que un juicio en causa penal fuese parcial, competería al Estado
demostrar que su administración de justicia es confiable, que todos sus
miembros pueden confiar en que serán tratados como iguales en la actuación
judicial. Recuerda a Von Hirsch[31],
quien advierte que si a un segmento sustancial de la población se le niegan
oportunidades adecuadas para su sustento, cualquier esquema para castigar que
se use será moralmente defectuoso. También cita a H. Hart, que entiende
admisible una nueva causa de justificación en “la presión de las formas
groseras de la necesidad económica”[32], en
tanto Duff se pregunta si puede aplicarse un castigo justo a sujetos cuyas
ofensas se encuentran vinculadas con injusticias sociales serias que han
sufrido[33].
En resumidas
cuentas: el Estado indecente no podría juzgar si no acreditara esfuerzos
genuinos para revertir la grave e injusta desigualdad social, y suficientes
garantías para una igualdad de trato a todos los ciudadanos que deben
comparecer ante los estrados judiciales, cualquiera fuese su emplazamiento en
la sociedad.
III.- Los interrogantes que deja una
coerción penal condicionada
Roberto
Gargarella pone en tela de juicio la legitimidad del Estado para usar la
coerción penal cuando hay una fuerte e injusta desigualdad social. El Estado sería
per se indecente y sin autoridad para
juzgar y castigar.
Podríamos
acordar con él desde una perspectiva de estricta justicia, pero no advertimos
que esto pueda afirmarse de modo absoluto[34].
Puede suceder que la grave inequidad le sea imputable; que el Estado sea indolente ante la grave
inequidad, o la genere en razón de su propia ineficiencia o de su manipulación
por sectores interesados. Y más todavía: que ese Estado que no satisface el fin
de su existencia para todos pretenda, a la vez, exigir a todos por igual la
sujeción a un orden en que los beneficios y las cargas se distribuyen con irritante
desigualdad, y hasta imponer sanciones a quienes lo transgredan.
Pero también puede
suceder que esa situación de inequidad exista en razón de factores que escapan
a las decisiones y operaciones que el Estado lleva adelante procurando su
neutralización; que la comunidad política se vea impotente ante operadores de
mucho peso cuya actividad interesada sobrepasa su gestión en beneficio común.
El mismo Gargarella
admite, en definitiva, que su afirmación inicial es relativa, que hay un secundum quid, cuando sostiene que el
Estado queda deslegitimado en la coerción, y por ende merece el calificativo de
indecente, a menos que demuestre que está haciendo esfuerzos genuinos y
verificables para superar la situación de injusta desigualdad.
Sería difícil
identificar esta indecencia cuando el Estado es concebido sólo como un medio de
preservación de las libertades individuales en el marco del contrato social. Es
más que probable que a esta concepción acudan quienes sean indiferentes ante el
padecimiento de muchos, pero con más probabilidad quienes pretendan escudarse
en ella –con un despliegue de verborragia en defensa de la libertad en
abstracto- para defender sus ventajas ante la injusta desigualdad, y hasta para
acotar acciones del Estado que se propongan remediarla.
No es difícil,
en cambio, identificar la indecencia cuando se entiende que la comunidad política
está para hacer posible a sus miembros el goce de un conjunto de bienes que
individualmente no podrían alcanzar; cuando hay conciencia de la comunidad como
un “nosotros” con un destino común, en un marco de corresponsabilidad que debe
hacerse eco del desnivel que se produce cuando hay quienes se ven privados de
acceso a esos bienes por otras razones que la propia indolencia o el infortunio
particular.
Calificado el
Estado como indecente, surgen interrogantes: ¿Bastaría el solo riesgo de
manipulación por parte de los aventajados para presumir la deslegitimación de
la coerción estatal, y la coerción penal en consecuencia? En caso afirmativo:
¿Cuáles serían los esfuerzos genuinos que el Estado debería acreditar para
legitimar la coerción, y cómo se verificaría su existencia? ¿Quién fijaría los
parámetros al respecto? ¿Alcanzaría la deslegitimación de la coerción estatal a
todos los sectores sociales o únicamente a los desventajados?
Nos parece que
estos interrogantes cobran particular relevancia para la coerción penal, sobre
todo en tiempos de crisis, cuando hay –a juicio del autor- mayor propensión a
decisiones judiciales sesgadas, con menor tolerancia hacia los transgresores en
desventaja social. De lo que cabe inferir que, aun en el supuesto de que el
Estado pudiese demostrar que está haciendo esfuerzos por revertir la grave
desigualdad social, debería además acreditar que se encuentra en condiciones de
dispensar igualdad de trato a todos sus integrantes, cualquiera sea su posición
social[35].
También en este punto brotan interrogantes, de
respuesta pendiente: ¿Cómo podría demostrar el Estado que están dadas las
condiciones para que sus miembros sean tratados por igual pese al contexto de
inequidad social? ¿Cuáles serían los indicadores? ¿A quién correspondería
expedirse al respecto?
En definitiva,
el Estado que no pudiera acreditar sus esfuerzos por restablecer la equidad
social, y particularmente para dar en su administración de justicia un trato
igual para todos los sometidos a proceso penal, debería abstenerse de juzgar.
No porque el hecho enrostrado estuviese
justificado en sí, o porque mediara alguna circunstancia exculpatoria, sino
porque ese Estado carecería de legitimidad para hacerlo.
No aclara el
autor si, a su ver, estas circunstancias afectarían la punibilidad misma del
injusto culpable, o si podrían alzarse como nuevas excepciones frente a la acción
penal en cuanto incumben al poder jurisdiccional o a la igualdad procesal;
tampoco si la misma legislación podría incluirlas dentro de sus criterios de
oportunidad para la disponibilidad de la acción cuando el Estado admitiese que
no ha hecho suficientes esfuerzos para revertir una grave desigualdad social o
cuando no pudiese garantizar la igualdad de trato a los ciudadanos en el
proceso penal, aunque esto pudiera lucir improbable dado que el Estado estaría
admitiendo su propia torpeza.
IV.-
Una vía de superación
No obstante los
interrogantes que penden, la posición del autor nos seduce pues abre una
discusión en el marco de las Reglas de Brasilia, no ya por la vulnerabilidad de
quien sería víctima de delito sino de quien lo habría cometido. No sólo por la
posibilidad de acceder al banquillo de acusado con defensa profesional y contar
con otras garantías formales, sino por la efectiva disponibilidad de un juicio
en cuya resolución pueda ser dirimente su pertenencia social a un contexto de
injusta desigualdad, y en que pueda acceder al mismo trato que se dispensa a
cualquier ciudadano aventajado.
Los
interrogantes no deberían erigirse en obstáculo sino en desafío; al menos es lo
que cabe si no queremos resignarnos al conformismo del que proclama “¡viva la
ley penal aunque la justicia perezca!”
Sus afirmaciones
iniciales muy generales, que luego va recortando al reconocer que la grave
desigualdad social no torna de suyo al Estado indecente, ni destina inevitablemente
al ciudadano en desventaja a un trato judicial desigual, reclaman un enfoque
realista que dé viabilidad a la conclusión que deriva del planteo del autor sin
restar certidumbre a la sociedad, a víctimas y transgresores cuando alguien
está llamado a responder ante la ley penal[36].
En su misma
línea de pensamiento, lo primero a discernir sería el contexto de desigualdad
social relevante; determinarlo conceptualmente mediante sus notas más
significativas y estimables. Sin ello sería imposible ir adelante, al menos sin
entrar en una pura discreción judicial que eventualmente abra puertas a la arbitrariedad.
El catedrático español Silva Sánchez –en obra posterior a la que nos ocupa- brinda
una nota que creemos muy importante a ese efecto: el desconocimiento del
derecho a la inclusión económica mínima[37],
que podría referir a la línea de indigencia, a la de pobreza, al salario
mínimo, vital y móvil, al ingreso universal u otro parámetro útil para su
determinación. Como puede advertirse, se trata de un derecho que tiene el
ciudadano y que emerge de los deberes contraídos por toda la ciudadanía en el
ámbito de la corresponsabilidad inherente al Estado.
Luego habría que
establecer la vinculación entre el hecho atribuido al agente y su pertenencia a
ese contexto de desigualdad social. El obrar ilícito tendría que consistir en
la transgresión de un deber positivo[38] y
explicarse en ese contexto, no en relación de causa a efecto pero sí vinculado
a una situación socialmente injusta debida a la afectación grave de sus
derechos –especialmente el de inclusión económica mínima- y expectativas como
miembro de la sociedad. Green sostiene sobre el particular que el examen debe
comprender todas las circunstancias: las que tocan al agente, a su víctima y al
hecho mismo de que se trata[39].
La sola
presencia del agente en un ilícito punible que se explica por su ámbito de
vida, signado por la injusta desigualdad, estaría poniendo en cuestión al
Estado. Ninguna duda cabe que le era exigible conducirse de otra manera que la
antijurídica escogida, pero le era exigible ante quien ha sido su víctima[40] y
no ante un Estado indecente, ese que no prueba haberse esforzado en dar a todos
los suyos esa inclusión económica mínima que es cartabón de justicia social y
garantizar la igualdad de trato al que se encuentra en desventaja por su pertenencia
social[41].
La carga de la
prueba está a la vista, y hay interrogantes que subsisten. Lo único que se
puede decir hasta aquí es que los funcionarios estatales deberían aportarla
cada vez que esté en juego su responsabilidad y que competerá al juzgador
expedirse al respecto sin otras pautas objetivas que las que pueda ir dando la
legislación o la jurisprudencia.
Gargarella no
hace explícita la manera en que concluiría la intervención de los órganos
públicos al verse desautorizados por la indecencia estatal, algo indispensable
para saber cuáles serían sus efectos, como asimismo para encontrar la víctima
en ello una explicación, satisfactoria o no, tomar la sociedad conciencia de lo
que está viviendo, y asumir el Estado la responsabilidad que le cabe en bien de
todos sus ciudadanos.
Silva Sánchez sí
se refiere a las consecuencias jurídicas aplicables cuando se trata de delitos
lesivos de deberes positivos cometidos por quienes se hallan en pobreza grave y
persistente si el Estado no ha realizado esfuerzos para su superación. Esta
circunstancia exime de responsabilidad penal, exención que indudablemente tiene
un efecto absolutorio. En los términos de la legislación española, limita la exención a los delitos contra lo
patrimonial cuando no se cometen con fuerza, violencia o intimidación[42].
La exención no
sería óbice para que la autoridad estatal adopte las medidas que hagan cesar
sus efectos y prevengan su reiteración, entre ellas el restablecimiento de
derechos vulnerados a víctima y agente del delito. Medidas que competen al
Estado y que los involucrados deben tolerar en virtud de la corresponsabilidad
inherente a la vida en común[43].
En su opinión, la
duda sobre la suficiencia de los esfuerzos realizados para promover esos
sectores pauperizados a una mejor calidad de vida, autorizaría la atenuación en
la responsabilidad[44].
Palabras finales
Ninguna duda me
cabe que un avance en esta dirección, en países azotados por la indigencia y el
crimen como el nuestro y otros de la región, exige la mayor prudencia en su
implementación.
Sea que la
legislación lo admita, sea que la jurisprudencia lo reconozca, no contribuiría
a afianzar la justicia ni favorecer la paz social si no fuera precedido, o al
menos acompañado, de una resignificación
pública de lo que la sociedad comporta, de la corresponsabilidad que le es inherente,
de ese destino común que exige esfuerzos para que todos puedan encontrar en
sociedad vías de acceso a lo que se estima bien común. Malo sería que el tema
quedara circunscripto al mundo de los juristas, para luego bajar de sopetón en
algún fallo que pudiera lucir trasnochado, con el desasosiego consiguiente.
Es que la eventual
exención de responsabilidad en contextos de injusta desigualdad no debe ser
avistada como salvoconducto para la delincuencia de los indigentes sino como un
muy severo llamado al Estado a asumir su responsabilidad y realizar los
esfuerzos suficientes a su alcance para revertir situaciones que afligen y
claman justicia.
…………………….
[1]
Duff, R. A. y Stuart P.
Green (eds.) (2020): Fundamentos
filosóficos del Derecho penal, Marcial Pons, Bs.As.
[2] El texto en español puede
descargarse en: http://openyls.law.yale.edu/handle/20.500.13051/17583.
[3] Obra citada, p. 15.
[4] Tras las apreciaciones que se
refieren genéricamente a la inequidad social, asoman las que miran
específicamente a la incidencia de la pobreza en la aplicación de la ley penal.
[5] Cf. Herscovits, Melville (1952):
el hombre y sus obras, Ed. Fondo de
Cultura Económica, ps. 20, 255 y siguientes.
[6] “Encontrar una forma de
asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común proporcionada por la
persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a
todos los demás, no se obedezca más que a sí mismo, y permanezca, por tanto,
tan libre como antes” (J.J.Rousseau, “Contrato Social”, Cap. VI).
[7] Por caso, Maritain, Jacques
(1981): La Persona y el Bien Común, Ed.
Club de Lectores, Bs.As., Cap. III.
[8] Como estaría proponiendo, como
hipótesis de máxima, Eugenio Raúl Zaffaroni en su Manual de Derecho Penal, Parte General, Ediar, Bs.As. 2005, p.
62-63. Cita que hace Héctor H. Hernández en: El garantismo abolicionista, Ed. Marcial Pons., 2013, p. 79.
[9] Cf. Thorburn, Malcolm (2020): El Derecho Penal como Derecho Público,
en “Fundamentos filosóficos del Derecho penal” ya citado, p. 45-70.
[10] Cf. Dabber, Markus P. (2020): Los Fundamentos de la Pena Estatal en las Democracias Liberales Modernas: Hacia una
Genealogía del Derecho Penal Estadounidense, en “Fundamentos filosóficos
del Derecho penal” ya citado, p. 117-144.
[11] Cf. Dagger, Richard (2020): El Republicanismo y los Fundamentos del
Derecho Penal,
en “Fundamentos
filosóficos del Derecho penal” ya citado, p. 71-98.
[12] Cf.
Rawls, J. B. (1971): a Theory of Justice, Cambridge, MA,
Harvard University Press.
[13] Reconoce Matravers (artículo
citado infra) que en esta extensión
no coincide ya Rawls, dado que parece resistir la analogía porque la justicia
distributiva –a diferencia de la retributiva- no se basa en el mérito.
[14] Cf. Matravers, Matt (2020): Teoría Política y Derecho Penal, en
“Fundamentos filosóficos del Derecho penal” ya citado, p. 99-116.
[15] Cf. Ristroph, Alice (2020): Responsabilidad por el Derecho Penal”,
en “Fundamentos filosóficos del Derecho penal” ya citado, p. 145-165.
[16] Cf. Duff, R. A. (2020): Responsabilidad, Ciudadanía y Derecho Penal,
en “Fundamentos filosóficos del Derecho penal” ya citado, p. 167-196.
[17] Green, Stuart P. (2020): Merecimiento Justo en Sociedades Injustas:
Un Enfoque Basado en Casos Específicos, Fundamentos filosóficos del Derecho
penal” ya citado, subraya también la incidencia elevada que la inequidad social
tiene entre quienes resultan víctimas de delitos. La estadística de que se vale
es la que aporta el Departamento de Justicia de los Estados Unidos de América
sobre delitos cometidos en el año 2006 (cf. cit. infra, p. 399).
[18] Para nuestro
Código Penal, el estado de necesidad requiere de una serie de presupuestos,
necesarios para su aplicación y que son: a) Inminencia de un mal para el que
obra o para un tercero; b) Imposibilidad de evitar el mal por otros medios, que
la acción haya sido impulsada por el fin de evitar un mal mayor; c) Que el mal
que se causa sea menor que el que se trata de evitar; d) Que el autor sea
extraño al mal mayor e inminente; y e) Que el autor no esté obligado a soportar
ese mal (Cám. Crim. de 2ª Nom. de Río Cuarto (Córdoba), Sentencia 56 in re “Benítez, Silvina Deolinda”,
22/8/2006). Por ello, un estado de pobreza genérica no conforma, de suyo, la causa de justificación por la necesidad
resultando necesario que se trate de una situación apremiante cuya superación
no admite demora. Ni la miseria, ni la dificultad de ganarse el sustento propio
necesario y el de los suyos son presupuesto de la eximente del estado de
necesidad (art. 34 inc. 3), y solo pueden considerarse como base de atenuación
de las pena. Si la pobreza y dificultad para ganarse el sustento fuera
entendida por todos como causa de justificación, la regla serían los robos y
hurtos, y la excepción el respeto a la propiedad ajena. Aquéllas deben ser
tenidas en cuenta a los fines de mensurar la pena (Tribunal de Casación Penal
de Buenos Aires, Sala I, in re R., J.
A.; R., A. M.; S., A. M. y G., R. E. s/ Recurso de casación, 3/12/2009, voto de
la mayoría).
[19] R. Delgado, R (1985): "Rotten Social Background": Should de
Criminal Law Recognize a Defense of Severe Environmental Deprivatio?, 3 Law
and Inequality (referencia de Stuart Green en: “Merecimiento Justo en
Sociedades Injustas: Un Enfoque Basado en Casos Específicos” cit. infra, p.
404-405).
[20] Murphy, Jeffrey G (2016): Marxismo y retribución, en “Revista
Argentina de Teoría Jurídica, Vol. 17 Núm. 1, 2016 (referencia de Stuart Green
en: “Merecimiento Justo en Sociedades Injustas: Un Enfoque Basado en Casos
Específicos” cit. infra, p. 407).
[21] Ni prevención general, usando la
condena de un desgraciado para desalentar que otros desgraciados resuelvan su
desgracia por una vía ilícita, o para reafirmar la vigencia de la ley sobre las
espaldas del que está en desgracia; ni prevención especial, mediante el
escarmiento del desgraciado o su resocialización, cuando de lo que se trata
precisamente es de darle las oportunidades en sociedad que hasta entonces no ha
tenido.
[22] Cf. Duff, Anthony (2015): Sobre el castigo. Por una justicia penal que
hable el lenguaje de la comunidad, Ed. Siglo XXI, Bs.As., p. 71 y sgts.
[23] Cf. Murphy, Jeffrey G. (2016): Su
artículo antes citado.
[24] Green, Stuart P. (2020): Su
artículo ya citado
en “Fundamentos
filosóficos del Derecho penal”, p. 397-424.
[25] Cf. Silva Sánchez, Jesús-María
(2018): Malum passionis. Mitigar el dolor
del Derecho penal, Ed. Atelier, Barcelona, p. 101, a propósito de: El punto de encuentro entre la teoría penal
y la teoría democrática de Carlos Nino: A Meeting Point, de Roberto
Gargarella, en Análisis Filosófico XXXV (2), SADAF, Bs.As., 2015.
[26] J. B. Rawls, obra citada supra.
[27] Es muy interesante, y desafiante
por añadidura, el punto de vista sobre el particular que sostiene Silva Sánchez,
en su obra citada, cuando de delitos patrimoniales se trata. Parte del derecho
que tiene el ciudadano, como tal, a “la inclusión económica mínima”, lo que
indudablemente remite a la necesidad de armonizar el destino universal de los
bienes como principio principal y a la apropiación particular de los mismos
para un mejor provecho como principio subordinado, tema muy caro a las
cuestiones que propone a nivel filosófico y político el derecho de propiedad.
Basándose en la legislación española –y específicamente en el art. 455 del
Código Penal- concluye que quien comete un hecho lesivo para el patrimonio
ajeno, en situación de pobreza persistente y grave, está actuando conforme a
derecho aunque no se encuentre en estado de necesidad (hurto famélico), a menos
que lo haga con fuerza, violencia o intimidación, en cuyo caso debería
responder a lo sumo por “realización arbitraria del propio derecho”. Que se
daría así en el indigente una “realización subjetiva del Derecho objetivo” en
términos hegelianos, pero no privaría a la víctima de su derecho a defender lo
propio, ni relevaría al Estado de su deber de prevenir el delito (ibídem, ps.
103-105).
[28] Si se reputa antijurídico el
obrar, no obstante el contexto de pobreza grave y persistente, la exención del
indigente –a juicio de Silva Sánchez- debe tratarse en la categoría de la
responsabilidad como expresión de exigibilidad. Esto así dado que lo que le era
exigible al agente ante quien deviene víctima no le sería exigible ante el
Estado desprotector (ibídem, ps- 108-110).
[29] Cf. Duff, Anthony (2015): Sobre el castigo. Por una justicia penal que
hable el lenguaje de la comunidad, ya citado, p. 71 y sgts.
[30] Cf. Dagger, Richard (2020), ya
citado.
[31] Von Hirsch, Andrew (1976): Doing Justice, Hill and Wang, New York (citado
por R. Gargarella).
[32] Hart, H. (1968): Punishment and Responsability, Oxford
Press University, Oxford (citado por R. Gargarella).
[33] Duff, R. A. y Marshall, S.
(1996), Penal Theory and Practice,
Manchester University Press, Manchester (citado por R. Gargarella).
[34] Por lo pronto debería hacerse la
distinción –que con acierto hace Silva Sánchez en su obra Malum Passionis ya citada- entre deberes naturales, siempre
exigibles, y deberes positivos, cuya exigibilidad puede ceder ante el ciudadano
al cual la inacción del Estado le desconoce de hecho su calidad de tal (ps.
101-103).
[35] Las Reglas de Brasilia sobre
Acceso a la Justicia de las Personas en Condición de Vulnerabilidad (año 2008),
que expresan la conciencia jurídica internacional en el tema, comprenden entre sus beneficiarios a los que
padecen la vulnerabilidad procedente de la pobreza (Capítulo I, Sección 2da.).
[36] No basta con cuestionar, sin
más, la coerción penal entendiéndola como una mera herramienta para dar
satisfacción a las víctimas -como dice el autor al responder eventuales
objeciones- aduciendo que éstas pueden hallar reparación por otras vías. Si así
fuera, deberíamos poner en cuestión la pena en cualquier caso, ya que en los
delitos hay generalmente víctimas que claman justicia penal, y además
preguntarnos si una reparación -provenga de quien provenga- puede suplantar lo
que ha sido y sigue siendo una pena, algo que excede con creces el tema de que
se trata.
[37] Cf. Su obra citada, p. 104.
[38] Ver nota 34.
[39]
Silva Sánchez, por su
parte, parece prescindir de la situación concreta de la víctima para discernir
la del agente en su eximente por contexto social injusto, pero reconoce que “la
víctima debe ser compensada por el daño sufrido, tanto en términos materiales
como simbólicos” (ibídem, p. 106).
[40] Y tan es así, que ésta o un
tercero podían actuar en legítima defensa de su derecho (Silva Sánchez, ibídem,
ps. 105-106).
[41] Ibídem.
[42] Esas acciones, en el marco del
destino universal de los bienes, sólo irrumpirían en la apropiación de la cosa
resultante de la legislación positiva, sin derrotar las defensas –materiales o
personales- con que el propietario pretende legítimamente conservarla para sí.
Ya cometidos con el uso de fuerza, violencia o intimidación, no eximirían de
responsabilidad penal, pero igualmente el Estado indecente debería contemplar
el contexto inicuo como atenuante.
[43] En nuestra opinión, no eximiría
de responsabilidad penal, aunque con atenuación en su caso, la pertinacia en la
transgresión cuando se han adoptado judicialmente medidas idóneas para prevenir
la reiteración y restablecer los derechos vulnerados al agente, no obstante su
pertenencia a un contexto de injusta desigualdad social.
[44] Ibídem, ps. 110-112.