¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

(Antonio Machado)

Sociopedagogía y minoridad

1er. CONGRESO INTERNACIONAL "ENTRE EDUCACIÓN Y SALUD"
1er. ENCUENTRO NACIONAL DEL INSTITUTO "DR. DOMINGO CABRED"
Mesa Redonda: "Niños socialmente vulnerables. Aspectos legislativos y judiciales"

LEGITIMIDAD DE LA EDUCACIÓN ESPECIAL PARA
MENORES EN RIESGO SOCIAL

Introducción
El tema convocante en este Encuentro Nacional está enunciado con un sugestivo título: "Entre la Educación y la Salud".
Trataríase, pues, de dirimir si la atención que se dispensa a personas con capacidades diferentes debe inclinarse más hacia uno u otro de los aspectos implicados, tal como el título lo sugiere, o si debe imperar un equilibrio entre ambos que exprese una armonía en la concepción.
En lo que nos toca, la minoridad en riesgo social, llamada aquí socialmente vulnerable, corresponde definir la naturaleza del servicio que demanda y que se estima indispensable para que niños y adolescentes tengan oportunidad de acceder a su desarrollo integral.

I.- El riesgo social
Cuando de riesgo social se habla, no se atiende al que para cualquier persona lleva ínsita la vida social, y que procede de lo tolerado por su vinculación a la vida cotidiana (uso de gas y energía eléctrica, vehículos automotores, etc.), o lo prohibido cuya transgresión acusan los índices de inseguridad urbana (homicidios, robos, etc.).
Sí se atiende, en cambio, a las circunstancias sociales que amenazan, cuando no conculcan, el derecho que las personas y las familias tienen a lograr una vida en plenitud. Un derecho que las normas constitucionales reconocen como fundamental, pero que desconocen muchas veces la desorganización social y la ausencia de voluntad superadora en los dirigentes.
Los documentos internacionales, y principalmente la Convención sobre los Derechos del Niño, que hoy tienen jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22 Const. Nac.), permiten discernir en la niñez -para nosotros la minoridad, que alcanza a todos los que no han cumplido los veintiún años de edad- circunstancias especialmente difíciles que requieren de la intervención pública, sin perjuicio de la que cabe a la iniciativa privada en virtud del principio de subsidiariedad.
Esas circunstancias difíciles, de innegable cuño social, admiten una diferenciación: por un lado están las situaciones de carencia, predominantemente materiales, que mantienen a millares de niños y adolescentes al margen de los beneficios que ofrece la sociedad contemporánea; por otro lado, las situaciones de conflicto, cuando la indolencia o la malevolencia de padres, tutores o guardadores los condena al abandono, los malos tratos, el abuso, la explotación, o la disposición al delito.

II.- Atención del menor de edad en riesgo social
Nuestros sitios públicos (calles, plazas, hospitales, tribunales, internados) dan testimonio de la dimensión que tiene hoy la minoridad en riesgo social, cuando la desorganización imperante activa factores que, enquistados en el país desde las postrimerías del siglo XIX, permanecían latentes desde mediados del siglo XX, tanto en lo que respecta a la injusta y ruinosa desigualdad en la producción y distribución de los bienes como en lo que concierne a la multiplicación de conflictos en la vida familiar.
Ahora bien: Desde la Convención sobre los Derechos del Niño, los países han asumido el compromiso de garantizar la asistencia a menores con carencias materiales (arts. 18 y 27), y la tutela a quienes se encuentran en conflicto (arts., 19, 20, 40).
La asistencia compete a la sociedad a través de sus organizaciones intermedias, pero también subsidiariamente al Estado como parte de su deber de brindar ayuda a los sectores sociales en desventaja (salud, instrucción, vivienda, etc.); la tutela principalmente al Estado, como función ineludible de brindar guarda, educación y bienestar a los menores de edad sin amparo familiar.
La tutela estatal -que la legislación nacional denomina "patronato de menores" desde el año 1919 (ley 10.903)- exige una dedicación rigurosamente profesional. Se trata de dar a niños y adolescentes, venidos a disposición de los jueces de menores -hoy diseminados en el territorio argentino- por ausencia o claudicación de sus mayores responsables, una atención especializada para que gocen de igualdad de oportunidades de integrarse a la vida social, algo inexcusable en el régimen republicano que ha asumido la organización estatal.
Esta integración importa su guarda y educación con modalidades tales que promuevan la superación de las deficiencias personales provenientes del entorno sociofamiliar adverso. Para los que pueden permanecer, no obstante, en su medio familiar bajo medidas de contralor, la tarea consiste en afianzar vínculos y encauzar el ejercicio de la autoridad paterna hacia el bien común; para los que pueden ser colocados en familias de suplencia, en acompañar su permanencia y estimular su integración.
Pero la misión más delicada, y de mayor compromiso vocacional y profesional, se presenta cuando hay que brindar cuidados necesarios a los menores de edad que viven en la calle, o que han sido confiados a instituciones privadas o públicas, allí donde la gestión debe recrear condiciones adecuadas de socialización y culturización. Sin el amparo doméstico que exige la propia naturaleza, deben ser persuadidos y apoyados para emprender un camino que remueva obstáculos y proponga metas valiosas y asequibles, cuando muchas veces sus energías se encuentran sumamente debilitadas por experiencias menoscabantes.
¿Merece, acaso, otro nombre que el de educación la noble misión de mostrar diariamente a esas personas, muchas veces desde tierna edad, su propia dignidad y valor, de ayudarles a descubrirse a sí mismos y a los demás, de inculcarles el respeto a los derechos y el cumplimiento de los deberes fundamentales que hacen posible la convivencia humana?
¿Merece, acaso, otro nombre que el de educación ese afán, que no reconoce pausas, por inducir a esos precoces "desahuciados sociales" a sacar el mayor provecho de su resiliencia, de los retazos de humanidad que subsisten en sus vidas, después de sucesos desgarradores con aptitud para aniquilar a cualquiera que no se haya curtido en el dolor?

III.- Necesidad del educador especial
No cabe duda que, para un cumplimiento cabal, los agentes del "patronato de menores" deben utilizar recursos pedagógicos especiales en relación con el menor tutelado, siempre mirado como educando; en definitiva, deben desplegar una educación especial que abarque las múltiples y complejas alternativas de su vida cotidiana, sea en el marco familiar (la propia familia u otra que la reemplace), sea en el de una institución privada o pública que lo cobije.
Desde Europa advierte el Bureau Internationale Catholique de l'Enfance (ONG consultora de Unicef y el Consejo Económico Social de ONU) que "si una internación fuera absolutamente indispensable, es necesario hacer todo lo posible para encontrar (o crear) un centro educativo que sea muy diferente a las cárceles", y que "las autoridades judiciales, socioeducativas y políticas deben comprender que el hecho que el joven se fugue de ese lugar no es nueva infracción", pues "en realidad, es más una medida educativa: el menor será buscado y conducido nuevamente al centro cada vez que lo repita" (En "Niños privados de libertad", Informe Anual BICE 2000, p. 21", resaltados nuestros).
Un educador de la organización uruguaya "Vida y Educación", que trabaja con adolescentes en conflictos de ley penal comenta: "En nuestro programa de libertad asistida, las medidas socioeducativas no pueden basarse simplemente en la opinión de un especialista que determina si son o no buenas para la persona que las recibe; es éste quien debe ser capaz de definir qué le conviene... El educador debe comprender el carácter particular de cada joven en dificultad y, a partir de allí, tratar de crear un vínculo" con él, compartiendo sus intereses e inquietudes (En "Niños privados de libertad" citado, p. 15, resaltados nuestros).
Es la necesidad de esa educación especial, cuyo legitimación hemos querido trazar en prietas líneas, el que explica que las instituciones de formación pedagógica -entre nosotros el Instituto "Dr. Domingo Cabred"- vayan incorporando carreras que, con denominaciones diferentes, tienden a dar respuesta a una demanda creciente. Una demanda que es tan atípica (desborda lo que ha sido admitido siempre como docencia) como acuciante, y tan acuciante como el llanto del crío que nace del hambre, el desamor o el desprecio.
En ese contexto, deviene inadmisible que una obsesiva y anacrónica sujeción a moldes curriculares rígidos -que, creemos, reduce educación a docencia- niegue reconocimiento a este nuevo campo de la educación especial, o pretenda desplazar sibilinamente el problema al ámbito de la salud, asignándole una entidad nosológica misteriosa que victimiza al niño como paciente, como carne de consultorio o de diván.
Lo mismo resulta inaceptable que, reconocida a regañadientes la legitimidad del nuevo campo pedagógico, se quiera reducir al educador a un mero administrador de técnicas especiales, como si el destinatario del servicio, niño o adolescente, fuera una cosa sobre la que puede ejercerse un saber de dominio. No es lo mismo un educador que usa de ciertas técnicas apropiadas al objeto (como en rigor lo hacen también profesiones humanistas) que un técnico en niños como se pretende al calor de la reforma educativa.

Conclusión
La formación de educadores especializados para los menores de edad en riesgo social constituye una grave obligación de la sociedad y el Estado, tan grave como la de disponer luego de ellos en sus servicios.
Los niños y adolescentes en dificultad, tan hijos de esta sociedad como los nuestros, no pueden quedar confiados a improvisados "maestros" como hoy sucede, ni a guardias entrenados de apuro en condiciones harto cuestionables; menos aún a profesionales de la salud o a técnicos que parcializan su realidad.
¡¡Están en juego sus derechos fundamentales!!
Córdoba, septiembre de 2001

José H. González del Solar