¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

(Antonio Machado)

UN PASO EN FALSO




El Congreso nacional acaba de sancionar una modificación al Código Civil argentino, que admite que el matrimonio civil se celebre entre personas del mismo sexo, y lo ha hecho a espaldas del pueblo, envuelto en una muy fuerte controversia que involucra convicciones básicas y afecta profundas raíces religiosas, históricas y sociales de la nacionalidad.

No es nuestro deseo, aquí y ahora, abrir juicio sobre el contenido de esa modificación, promulgada y publicada como ley 26.618, que ya hace violencia sobre las conciencias y las vidas en los hogares argentinos.


Tampoco hacerlo sobre quienes han asumido tamaña responsabilidad sin prestar oídos al verdadero clamor público, sobre todo quienes con su adhesión han traicionado la confianza que vastos sectores de la población les habían dispensado con su voto.


Sí queremos anticipar nuestra profunda inquietud ante la posibilidad de que muy pronto, en simpatía con la corriente ideológica que suscita lo insensato en nuestra legislación, el Estado inmole a niños huérfanos o desamparados entregándolos en "adopción" a estos nuevos "matrimoniados".


Remitimos a cuanto decimos en nuestro libro "Derecho de la Minoridad. Protección jurídica de la niñez" sobre el benemérito instituto jurídico de la adopción y, cuando tibias voces se alzan poniendo en duda su conveniencia cuando de "adoptantes" homosexuales se trata, queremos ir más allá y, con convicción y valentía, proclamar desde nuestro modesto lugar el más categórico rechazo a lo que de suyo estaría deslegitimado.




Cabe esperar que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a su tiempo, haga suyas las razones que abonan esa ilegitimidad, por demás evidentes, y declaren la insconstitucionalidad correspondiente.




MEDITACIÓN SOBRE LA PENA A LA LUZ DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA


LA NIÑEZ EN RIESGO

CUANDO EL DISCURSO CHOCA CONTRA LA REALIDAD




Días atrás nos hemos visto sorprendidos por declaraciones que Nora Schulman, directora del Comité que tiene a su cargo el seguimiento en la aplicación de la Convención sobre los Derechos del Niño, ha hecho sobre un cierto poder excesivo que ejercerían los jueces de menores en esta provincia (LA VOZ DEL INTERIOR, 11/5/20109, p. 5-A), y que, por afectar una institución con más de cincuenta años de desenvolvimiento, obligan a establecer importantes precisiones.

El discurso
La crítica social, nacida en la Universidad de Frankfurt (Max Horkheimer, 1930) en la primera mitad del sigloXX, se halla entre nosotros muy de moda. Como si más de seis décadas de experiencia transcurridas no hubiesen dejado lecciones implacables de sentido común al respecto, bien aprovechadas en otras latitudes como la europea y la norteamericana, hay quienes aquí pretenden utilizar su teoría a secas como instrumento óptimo para poner en cuestión la sociedad actual, sus cimientos y contrafuertes, y encontrar por esa vía ciertas claves de interpretación que lleven al progreso que espera esta era de “posmodernidad”.
Su misma filiación marxista, con el materialismo histórico como herramienta de análisis, explicación y cambio en las relaciones sociales, lleva a los críticos a buscar e identificar a los sectores sociales oprimidos, e igualmente a quiénes los oprimen desde emplazamientos ilegítimos de poder.

Esta búsqueda se justifica en sí cuando nace del deseo desinteresado de saber (ciencia), o de enderezar las relaciones sociales (prudencia) impulsando el avance hacia formas políticas, económicas o sociales de mayor justicia, pero no cuando se dirige prejuiciosamente contra quienes de antemano han sido escogidos como culpables de la opresión. Y esto último es lo que justamente ocurre, entre nosotros, cuando artificialmente se “construye” un enemigo para utilidad de quienes actúan en las pujas por el poder político o la supremacía sociocultural.

Degradada así lo que podría ser una sana y loable inquietud, se convierte en temible ideología, arma a que recurren quienes de manera innoble, burlando preferencias y expectativas populares, pretenden prevalecer a cualquier precio e imponer sus intereses.

El discurso sobre la niñez

Este manipuleo ideológico, tan reprochable, viene sucediendo desde hace veinte años cuando se habla de niñez. A partir de ese muy importante documento internacional que es la Convención sobre los Derechos del Niño, y que nuestro país ha jerarquizado al darle en 1994 rango constitucional, un discurso elaborado en cenáculos políticamente interesados ha dispuesto de cátedras y medios de comunicación social para imponerse de manera aplastante, silenciando con su sistemática descalificación –rayana en lo infame- a quienes discrepan, y principalmente a quienes a diario trabajan a favor de la niñez de carne y hueso, en situaciones desfavorables muy concretas, mientras otros declaman supuestos “enfoques de derechos” muy abstractos e inasibles para los pequeños que arrastran sus pies descalzos por la calle o tienden su mano en demanda de ayuda en las esquinas de nuestra otrora docta ciudad.

Consignas propias de una ideología, vertidas en libros que dicen siempre lo mismo, han ido “construyendo” un enemigo feroz, que devasta la niñez profesando una supuesta “doctrina de la situación irregular” –que alguien, en su paroxismo, asimila a la “doctrina de la seguridad nacional”-, enemigo que debe ser aniquilado si se quiere alcanzar la panacea para el infortunio que vive gran parte de la niñez argentina, panacea que reside en su pregonada “doctrina de la protección integral”.

Ese enemigo aqueróntico es, a juicio de los iluminados que sustentan esta ideología, el juez de menores.

La niñez en la problemática social
Nuestra historia rioplatense siempre ha reconocido la existencia de niños desamparados. Esta dolorosa e innegable realidad explica que hayamos tenido defensores de menores desde 1642 en los cabildos, y que se hayan creado establecimientos para su guarda desde 1754, como lo fueron en un comienzo, y durante el dominio español, el Colegio de Huérfanas y la Casa de Expósitos.

Sin embargo, esa realidad mostraba sólo una casuística limitada que surgía de las debilidades, miserias o infortunios humanos, y la sociedad la superaba acudiendo a esos servicios.

El escenario cambió en el último cuarto del siglo XIX, cuando las tensiones y conflictos que suscitaba el tránsito hacia la sociedad industrial y capitalista llegaron a nuestros puertos en medio de un intenso flujo migratorio, arrastrando desarraigo, indigencia y desintegración familiar.

Nuestro “primer centenario” fue celebrado con gran júbilo en el país, pero ya la niñez vagabunda, mendiga o rapaz poblaba calles y plazas de nuestras ciudades porteñas y evidenciaba entre nosotros la existencia de una problemática social.
Las autoridades respondieron con medidas de defensa social. Un Estado que se limitaba a mantener el orden público, sólo atinó a la contención en sus leyes e instituciones. Después de arrogarse el patronato como potestad pública, creó –siguiendo una corriente dominante en Norteamérica y Europa- los juzgados de menores.

Si estaban en juego los niños, lo que se atribuía generalmente a la desidia de sus mayores, eran jueces quienes debían resolver al respecto y proveer lo más conveniente para su protección.
La defensa social dio paso a una deseada justicia social cuando la segunda posguerra del siglo XX impuso el modelo político de bienestar. El Estado intervenía, ahora, activamente en la cuestión social, aunque lamentablemente con un tono muy asistencialista.

Esa intervención se canalizó, con relación a los niños desamparados o transgresores, a través de los jueces de menores, quienes exigían prestaciones a los sucesivos gobiernos, sobre todo cuando la crisis económica –en la segunda mitad de los años setenta- condujo a severas restricciones. Los juzgados de menores se convirtieron, así, en ámbitos de amparo para los derechos primarios de la niñez que padecía la problemática social, principalmente cuando ésta derivaba en conflictos de familia que se traducían en padres que desatendían, maltrataban o abusaban de sus hijos en la minoridad.

Éste era el escenario cuando advino la Convención sobre los Derechos del Niño, y sobre todo cuando en los noventa se impuso el neoliberalismo con su modelo político de drástica reducción del gasto público y tercerización de servicios.

Del amparo al desamparo

Ninguna duda cabe que la Convención da su espaldarazo a la niñez como protagonista social, y que la Constitución nacional reconoce sus derechos como fundamentales.

Sin embargo, y al calor de esas disposiciones, brota entre nosotros la pretendida crítica social y un discurso enteramente funcional a ese desprendimiento estatal de sus servicios. Repentinamente, sus mentores proponen un nuevo modelo de intervención pública, que da prioridad al Gobierno y su Administración.

Entre los dos modelos existentes en el mundo hoy, el judicial (Francia) y el administrativo (España y otros), se opta por el segundo, lo que de suyo no sería descabellado si no fuera por el contexto ideológico que aquí lo enmarca. Así, se presenta esta innovación como un “cambio de paradigma” (como si fuera una revolución científica), que exige la Convención (lo que es un burdo engaño, constatable en la sola lectura de su texto), y, principalmente, se la ofrece como el medio por excelencia para aniquilar a quienes sustraían niños de sus familias (supuestamente por pobreza, lo que es decididamente falso y se puede constatar en los expedientes judiciales) e iniciar un nuevo tiempo de bonanza y pleno respeto a sus derechos.

¿Qué hay detrás de esta maniobra? Intereses sectoriales de quienes pretenden poder, a partir del conflicto social donde se mueven como peces en el agua, o mantenerse en el poder ya conquistado cumpliendo consignas que liberan al Estado de gastos que consideran quizás superfluos. Lo real es que, más allá de los derechos fundamentales, que todavía tienen vida gracias al papel que los sustenta, con esta maniobra la niñez desgraciada –esa que padece día a día el abuso o elmaltrato (58% de las causas judiciales, según estadísticas oficiales)- perderá la garantía que le ofrece el proceso judicial y quedará en manos de la Administración Pública y sus dependientes, apenas con control judicial cuando hubiere internación. Es lo que ha previsto la ley nacional 26.061, cuya entera aplicación demandan los cultores de la ideología en boga.

El neoliberalismo imperante –gracias al llamativo aporte “crítico” de la ideología, que funciona como sirviente- quita un obstáculo para su actuación enteramente discrecional, y cada vez más reducida (LA VOZ DEL INTERIOR, Editorial, 11/11/2009). Se lol logra al suprimir lo que podría seguir siendo un ámbito privilegiado de amparo de los derechos fundamentales –los juzgados de menores- especialmente cuando hay que exigir con vehemencia al Estado –en su misma Administración- que brinde sus servicios de protección en guarda, salud, educación, etc. La experiencia enseña que los mayores desvaríos en la Administración no se producen justamente por acción sino por omisión.

Conclusión
La incursión de la Sra. Schulman, traída por la Fundación Arcor, reaviva la cuestión pendiente, pero no aporta a su esclarecimiento en la medida en que se hace eco del discurso dominante y embate ingenuamente contra los jueces de menores como causantes de los males que padece la niñez. Que si los padece, puede que respondan al achicamiento de los servicios estatales de protección –hoy apenas sustituidos por medidas de asistencia como “planes” para jefas y jefes de hogar y “asignaciones” para hijos- y no a la histórica gestión de los juzgados que por muchas décadas han centrado una responsabilidad estatal ineludible: dar protección integral a la niñez vulnerada.

José H. González del Solar (Para Diario LA VOZ DEL INTERIOR, Córdoba. Publicado en forma abreviada el 24/5/2010)

NOVEDAD BIBLIOGRÁFICA



El Juez de Menores Jorge Luis Carranza hace un nuevo aporte al Derecho de la Minoridad. Se trata de su flamante trabajo "Desamparo familiar y adoptabilidad", publicado por Alveroni Ediciones de Córdoba en febrero último, y que hemos tenido el honor de prologar.


Recomendamos vivamente su atenta lectura, sobre todo en momentos en que, so pretexto de un cambio paradigmático que no es tal, asistimos con aflicción a la explotación de niños en las calles argentinas, y a una multiplicación de casos en que resultan víctimas de abuso sexual y violencia familiar, mientras las autoridades administrativas rehusan, retardan o retacean su intervención tutelar.

VEINTE AÑOS DESPUÉS

La Convención sobre los Derechos del Niño ha cumplido en Noviembre de 2009 sus veinte años de vida. En la República Argentina ha cumplido quince años desde su elevación al rango constitucional. Es hora de un balance en la materia.

Es muy probable que Ud. tenga formada opinión al respecto. Le invitamos a expresarla en la encuesta que puede hallar en este mismo blog.

Desde ya, muchas gracias.

LA RESPONSABILIDAD PENAL JUVENIL Y SUS DESAFÍOS


INTRODUCCIÓN

El llamado Régimen Penal de la Minoridad, establecido por la ley nacional 22.278 y sus modificatorias, data del año 1980, lo que vale decir que está a punto de cumplir las tres décadas de vigencia.

Se ha dicho que su dispositivo legal proviene de la “dictadura militar” en alusión al último gobierno de facto, mas en rigor trasiega lo que ya sentaba al respecto la ley nacional 14.394, sancionada por un gobierno de iure en el año 1954.

En consecuencia, el régimen de que hablamos tiene más de medio siglo de vigencia y fue elaborado y aprobado en el marco de la Constitución de 1949, de sesgo social muy definido, y cuando las instituciones públicas expresaban el llamado “Estado de bienestar”[1].

Ahora bien: sucede que el escenario político ha cambiado, sea porque hay fuertes compromisos públicos hacia los Derechos Humanos, y particularmente hacia los Derechos del Niño reconocidos desde 1989, sea porque prevalece el “Estado regulador” que restringe su actuación y propicia una mayor intervención de los ciudadanos en la prestación de servicios.

Este nuevo escenario exige una revisión impostergable en la legislación, revisión que se ha abordado decididamente en ámbitos muy importantes del Derecho Público, y muy próximos al que nos ocupa, como las normas de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal, pero que permanece demorado en lo tocante al Derecho de la Minoridad.

Ello así pese a que la discusión sobre la responsabilidad penal en la niñez fue y sigue siendo recurrente como catarsis colectiva cada vez que episodios resonantes de delicción precoz –como el reciente caso “Capristo” [2]- en una sociedad como la nuestra, tan frívola en la consideración de las causas de su malestar, y además como caballo de batalla de quienes pelean por los votos u otras ventajas subalternas. De tiempo en tiempo se instala en la consideración pública, amenaza con cambios insensatos y luego se diluye. El clamor “Blumberg” la incluía como uno de los puntos específicos de la reforma penal[3], aunque más tarde la habría desestimado.

I. ¿IMPUTABILIDAD VS. SEGURIDAD?
El debate público sobre la temática no siempre convoca a entendidos. Más bien lo instan quienes tienen algún interés personal, o quienes por su profesión periodística asumen un determinado interés como público y lo vierten en estimaciones personales, y hasta en consignas que van generando opinión en el público que las recibe y las adopta sin propia reflexión.

Y así instalado el debate, parece girar siempre en torno a una posible colisión: imputabilidad versus seguridad.

Esos términos se hallan presentes en el discurso dominante en los medios de comunicación social, y desde esos medios se proyectan a las inquietudes que a diario comparten los ciudadanos y motivan a quienes tienen responsabilidad política.

Es importante que precisemos lo que denotan. Sólo así sabremos si verdaderamente confrontan y derivaremos consecuencias.

II. LA SEGURIDAD
La seguridad expresa la inexistencia de riesgos, o condiciones de vida que los neutralizan. Interrogado cualquier ciudadano sobre su propia seguridad, responderá desde el sentido común que está seguro cuando no hay peligro a la vista, sea porque no hay amenaza de daño, sea porque lo que avista como peligroso se encuentra debidamente neutralizado.

Esta apreciación, que nace de lo que cada uno cosecha en su experiencia personal, arroja luz sobre lo que sucede luego cuando se trata de la vida social y de los medios que garantizan su existencia y progreso. Así, una sociedad se estima segura, en lo externo, cuando mantiene relaciones justas con las demás que la ponen al abrigo de acciones inamistosas o decididamente beligerantes y, por si acaso, cuida sus fronteras con armas defensivas, suficientemente disuasivas y aún efectivas para repeler una eventual agresión.

Esa misma sociedad se considera segura, en lo interno, cuando su ordenamiento normativo –causa formal extrínseca de la convivencia- establece relaciones justas entre sus miembros, mas también cuando, por si acaso, dispone medios defensivos de represión dirigidos a disuadir las transgresiones, o bien a sancionarlas si se cometen.

De todo lo cual se infiere que la seguridad, en cualquiera de sus órdenes, se edifica primero con la justicia social, y después con la defensa social[4]. En una prelación lógica, aunque no necesariamente cronológica.
III. LA IMPUTABILIDAD
En cuanto a la imputabilidad, los juristas coinciden en que expresa la capacidad personal que alguien tiene para incurrir de manera culpable en un ilícito penal. En otras palabras, la aptitud personal para el obrar típico y antijurídico con una actitud anímica jurídicamente reprochable.

La imputabilidad se asienta en tres pilares: madurez, salud mental y conciencia, en cuanto dan al sujeto capacidad para comprender lo criminoso del propio obrar y determinarse en consecuencia.

La madurez se presumía a los 14 años en el Código Penal de 1921, pero se elevó a 16 años por ley 14.394 de 1954. La primera edad se fijó en un determinado marco político y social, propio del “Estado Gendarme”, y con arreglo a la ley 10.903 de 1919. La segunda, en cambio, surgió de nuevas circunstancias, dentro del llamado “Estado de Bienestar”.

Si bien el welfarismo se ha ido disipando desde principios de los noventa, en nuestro país mantiene expresiones residuales, y a ello puede deberse que la edad de imputabilidad subsista en 16 años y contraste con otras sensiblemente inferiores que exhibe la legislación comparada en otras latitudes de mayor desarrollo[5].

IV. IMPUTABILIDAD Y SEGURIDAD
Contrastando ambos conceptos, parecería que entran en colisión dos intereses públicos: el primero, que la sociedad goce de condiciones que le permitan desenvolverse en concordia y paz; y el segundo, que el niño transgresor goce de un régimen diferencial que le brinde oportunidades para recuperarse e integrarse plenamente a la vida social.

Mas este parecer cede cuando se conjugan ambos conceptos, dado que enseguida advertimos que no existe una confrontación per se sino que hay entre ambos una relación parcial de medio a fin.

Efectivamente, el régimen penal es uno de los medios que posibilitan la convivencia en una sociedad, ya que disuaden la transgresión y sancionan al transgresor.

Pero que el régimen penal sea uno de los medios no quiere decir que sea el medio principal. La seguridad, se ha dicho, se alcanza primero por la justicia en las relaciones sociales, y después por la defensa a través del ordenamiento penal.

Hablar de justicia en la vida social puede resultarnos algo más bien abstracto, y sumamente discutible en su concreción. Pero buscando un término más operativo que la exprese, hemos hallado en un reciente dictamen del Comité Económico y Social Europeo el de integración social, más asible y cuantificable para quienes tienen la responsabilidad en el diseño, la ejecución y la evaluación de las políticas públicas dirigidas al desarrollo y a la inclusión social[6].

Precisamente la integración social sirve a la prevención de la delincuencia, pero no mediante discursos o gestos sólo dirigidos a captar la buena voluntad de los destinatarios sino a través de decisiones, programas y acciones encaminados a generar ciudadanía, a la inclusión social de sectores de población marginados[7], y al ingreso de los más jóvenes al mundo laboral.

V. IMPUTABILIDAD Y EDAD
Acoplados ambos términos, y ensamblados los conceptos que expresan, adquiere sumo valor la determinación de la edad a partir de la cual una persona puede incurrir en responsabilidad penal.

Esa edad, que en definitiva decide el momento en que una persona accede a la responsabilidad penal cuando comete hechos punibles, parecería depender de estimaciones atribuibles a las ciencias humanas, cuya autoridad devendría dirimente al respecto. Sin embargo, no es así ya que a menudo prevalecen otras consideraciones que atienden a las circunstancias y terminan deslizando la cuestión a lo meramente discrecional.

Es lo que suele despertar una tensión muy fuerte, a veces en términos próximos a la ruptura, entre quienes quieren eximir totalmente al niño de responsabilidad penal[8], y quienes pretenden insertarlo tempranamente en niveles progresivos de responsabilidad penal[9].

Los primeros miran a la justicia social; recuerdan que el niño tiene derechos fundamentales que hacen a su familia y a su educación (arts. 9, 18, 27, 28 y 29 de la Convención), y que la sociedad debe favorecer las condiciones propicias para su satisfacción. Justamente hacen notar que la transgresión constituye siempre algo posible en ese camino a través del cual el niño aprende a ser, y que por eso, aún en sus extravíos de comportamiento, debe encontrar las oportunidades para su integración social, para acceder a una conciencia de lo social, del propio valor personal y del respeto que merecen los demás (art. 40 de la Convención), de la importancia de su pertenencia a la vida asociada y de su deber de contribuir al bien común, todo lo cual implica una progresiva adquisición de responsabilidad social cuyo grado máximo y último deviene responsabilidad penal.

Los segundos, en tanto, atienden a la defensa social; sostienen que el niño tiene discernimiento de lo ilícito desde que arriba al uso de razón, que en nuestro país se presume de modo absoluto desde los 10 años (arts. 921 y 1076 del Cód. Civil), por lo que no es razonable que se difiera su responsabilidad penal más allá de la infancia. Llaman en su favor las edades de imputabilidad penal que muestra la legislación comparada y propician un régimen legal que admita penas, con frecuencia atenuadas, ya que entienden que en las disposiciones constitucionales, penales y procesales el niño queda a salvo de cualquier discrecionalidad, goza de las garantías fundamentales y encuentra, por consiguiente, su reconocimiento público como ciudadano.

VI. NIÑEZ Y RESPONSABILIDAD SOCIAL
Ante esas posiciones irreductibles, y porque de ciudadanía se habla, conviene recordar que el niño recibe primeramente tal emplazamiento de la misma Constitución en cuanto marco normativo que da a los habitantes su status civitatis en suelo argentino. Y la Constitución implica hoy la totalidad de los derechos y garantías que se reconocen a los habitantes, y en particular los derechos y garantías que se reconocen a los habitantes en la niñez.

La comunidad jurídica internacional ha asumido un compromiso desde 1989: La Convención sobre los Derechos del Niño[10], a la que nuestro país ha enaltecido al darle en 1994 rango constitucional (art. 75 inc. 22 de la C. N.).

Esa Convención reconoce que el niño es un educando. Está muy claro en todo su texto, y especialmente en los arts. 28 y 29.

Si tal es el punto de partida, la ciudadanía que se pregona nace del ordenamiento jurídico nacional in toto, y en la niñez se adquiere progresivamente desde la vida familiar pasando por momentos sucesivos de vecindad, escolaridad, trabajo y participación política que giran en torno a un eje central: la educación como un derecho fundamental.

La educación constituye el instrumento principal de incorporación del menor de 18 años a la vida cívica, esto es de adquisición de la ciudadanía a través de un proceso creciente de responsabilidad social. Cuando se recorren los fines de la educación en el art. 28 de la Convención se advierte, sin esfuerzo, que así como incumbe a todos los que asumen el cuidado del niño desde que comienza su existencia, está dirigida a satisfacer necesidades que hacen a su desarrollo integral, pero igualmente a su integración social en condiciones propicias para aportar al bien común y gozar de la vida en común.

De allí que sea legítimo concluir que el niño, en cuanto educando, debe gozar de oportunidades para su instrucción y formación, esto es para acceder a los conocimientos indispensables para alcanzar una vida útil en sociedad, pero también para incorporar actitudes y hábitos que expresen el valor que tiene la propia existencia, así como el respeto que merecen por lo mismo los demás.

La responsabilización social está inserta, por consiguiente, como imperativo constitucional en toda la acción educativa que el niño merece y que lo debe tener como partícipe, no como mero recipiendario. Es justamente en la familia, y en sus extensiones de escuela, trabajo, esparcimiento, etc., donde debe hallar los estímulos que sirvan a ese fin.

Si la educación es un derecho fundamental y un instrumento de responsabilización social, no sólo debe proyectar su acción benéfica a quienes se encuentran ya encauzados en la vida social, sino a quienes en su niñez encuentran dificultades para su desarrollo personal e integración social, y muy especialmente a quienes se hallan en alguna situación de conflicto por desamparo o por transgresión.

Es importante que siempre tengamos en cuenta que la transgresión en el niño lo convierte en victimario y a la vez víctima de su propio obrar, lo que ya en sí debe atenderse, pero asimismo que muchas de esas transgresiones permiten entrever condiciones de vida en que uno o más de sus derechos fundamentales están siendo vulnerados, es decir que está padeciendo una doble victimización.

Constituye ello razón suficiente para que la educación procure vías de refuerzo a fin de restablecer, en esos transgresores, condiciones de vida que les permitan gozar de igualdad de oportunidades para su incorporación a la sociedad que resiste sus ofensas, sea las de prevención general a través de programas y acciones de inclusión social para los sectores de población en desventaja, sea las que específicamente tiendan a remover las actitudes y hábitos disociales, o decididamente antisociales, por medio de lo sociopedagógico y sus acciones educativo-correctivas.

Si el niño es un educando, cabe anteponer lo socioeducativo para su rehabilitación, y posponer lo que sea punitivo cuando incurre en una transgresión reputada ilícito penal.

VII. NIÑEZ Y RESPONSABILIDAD PENAL
La responsabilidad penal debe ser el último peldaño ante la transgresión en la niñez. Reconocemos que los esfuerzos encaminados, desde los distintos ámbitos antes mencionados, a atribuir al menor de 18 años una responsabilización social progresiva fracasarían si los actores no supiesen que el escenario de su actividad tiene un telón de fondo: el ordenamiento jurídico penal[11].

Pero este reconocimiento no implica que la niñez deba ser considerada desde el vamos a la política penal del Estado. Si así sucede, muy pronto la discusión se centra en la edad de imputabilidad penal, buscando reducirla a 13 o 12 años, y en las sanciones previstas, buscando incrementarlas. En consecuencia, esa política penal del Estado –cuya legitimidad no cuestionamos- termina considerando la niñez según parámetros de exclusión social y de inclusión penitenciaria.

Entendemos, en contrario, que la eventual responsabilidad penal del niño debe ser tratada en el marco de la política social del Estado, no entendida ésta como herramienta de asistencialismo o clientelismo político, sino como el conjunto de decisiones, programas y acciones que se llevan adelante para promover el desarrollo de sectores de población en desventaja y su inclusión en los beneficios de la vida civil.

En ese orden, lo sociopedagógico, y las medidas de educación correctiva consecuentes, deben insertarse como primera herramienta de esa política de inclusión social, y lo penal mantenerse expectante como una segunda herramienta, la que acude al tratamiento penitenciario como una vía extrema de reinserción social.

Eso sí: si queremos que lo penal constituya un aliciente más para que el niño y su familia acepten de buen grado las medidas sociopedagógicas de desarrollo personal e integración social, el régimen de sanciones a aplicar in extremis debe ser serio, el mismo que tienen los adultos u otro convenientemente atenuado como alternativas según las circunstancias que exhibe cada caso.

Es lo que hace la ley 22.278, todavía vigente, cuando responde a la delicción en la niñez. Si bien es exclusivamente correctiva para los no punibles (por inimputabilidad, o por excusa absolutoria, fundadas en la edad), y principalmente correctiva para los punibles, deja subsistente la posibilidad que los mayores de 16 años al tiempo de su hecho punible se hagan pasibles de las sanciones previstas en la ley penal.

VIII. LA JURISPRUDENCIA RECIENTE
La vigencia de la ley 22.278 no ha sido negada por la jurisprudencia cimera. Incluso entrado el nuevo siglo fallos señeros lo han proclamado. Así el Tribunal Superior de Justicia de Córdoba en “Tapia”[12] y “Nadal”[13], entre otros, y la Corte Suprema de Justicia de la Nación en “Maldonado”[14] y “Reinoso”[15].

Sin embargo, queda en claro que ese ordenamiento debe interpretarse y aplicarse a la luz de la Convención sobre los Derechos del Niño y demás tratados de Derechos Humanos. Así principalmente lo ha recordado la Corte en los fallos mencionados, y especialmente en “López”[16], el más reciente.

Especial énfasis pone la Corte en que se evite el “fraude de etiquetas”. Cada tribunal debe distinguir, en su actuación, lo que concierne a una medida de coerción y lo que encuadra en una medida de tutela urgente o provisional.

Así lo ha hecho suyo con muchos bríos, en el curso del corriente año, la Cámara de Acusación de Córdoba, tribunal de alzada para los tribunales de Capital y otros del Gran Córdoba, en “Peña”[17] y “Alegre”[18].

IX. LA LEGISLACIÓN QUE VIENE

Desconocemos si veremos finalmente una nueva ley, o transitaremos algunos años más con la que tenemos.

Importante es que la nueva ley instaure un régimen de responsabilidad social, con medidas sociopedagógicas progresivas, y difiera la responsabilidad penal para cuando esas medidas sean insuficientes o fracasen.

Los proyectos de ley que conocemos, radicados en la H. Cámara de Diputados de la Nación, entre los que destacan los elaborados por el diputado Emilio García Méndez y por Eugenio R. Zaffaroni y Lucila Larrandart, no permiten alentar expectativas en la dirección deseable que hemos anticipado. Sus disposiciones son ambivalentes: por un lado parecen responder a un clamor público vindicativo, de legislación penal más rigurosa, sobre todo cuando reducen la edad de imputabilidad penal a los 14 años, aunque de modo limitado, mas por otro lado prevén medidas benignas -de derecho penal simbólico- que ni imponen la severidad de lo penal ni sirven efectivamente a la rehabilitación social del niño incoado.

Distinto es lo que vemos en el proyecto que hoy goza de media sanción en el H. Senado de la Nación, impulsado por el senador Gerardo Morales y recientemente aprobado en particular. Porque el dispositivo que contiene, aún de responsabilización penal temprana, pues también fija la edad de imputabilidad penal en los 14 años, apuesta a que el niño opte por la suspensión del juicio a prueba (probación) y tenga la posibilidad de mostrar su rehabilitación y confiabilidad a través de las medidas a que se sujeta el beneficio y que, de resultar exitosas, lo pondrían a salvo de la responsabilidad penal. Lo criticable está en que este proyecto, al igual que los que alberga Diputados, contiene un régimen penal muy benigno que muy poco estimulará que el transgresor escoja la vía de suspensión de juicio a prueba o encuentre en las penas su oportunidad extrema de corrección.

X. LA JUSTICIA RESTAURATIVA

La responsabilidad social que proponemos puede encontrar un espacio propicio de concreción en la llamada “justicia restaurativa”[19].

La “justicia restaurativa”[20] constituye una vía distinta a las ya clásicas de “reparación” (por indemnización y/o restitución) y de “retribución” (por la pena). La primera reside en la asignación de un bien equivalente a quien ha sufrido un mal determinado; la segunda, en cambio, en la imposición de un mal equivalente a quien se ha dispensado un bien que no le correspondía. Ambas son compensatorias.

Ante el conflicto que suscita un hecho punible, la “justicia restaurativa” surge como alternativa, como un criterio de actuación y una estrategia consecuente, que articula el principio de oportunidad, que flexibiliza la respuesta estatal, y el instituto de la mediación como dispositivo que, en lo jurídico y lo técnico, procura el acercamiento de todos los interesados.

Justamente procura despertar en los interesados actitudes favorables a la armonización de sus intereses divergentes, armonización que se concreta en palabras, gestos y acciones recíprocas que deriven en la mutua satisfacción. Como se advierte, es integradora.

La “justicia restaurativa” apartaría al niño del proceso judicial y sus consecuencias con un mejor servicio a la responsabilización social del transgresor que un alcance mayor que el que se propone la suspensión del juicio a prueba (probación). En efecto: este instituto de diversión o remisión no sólo se encaminaría a que el niño satisfaga ciertas condiciones o instrucciones que hacen a su corrección sino a que pueda hallar con los ofendidos una plena superación del conflicto que lo restablezca convenientemente en el concierto social.
La actual legislación argentina no contiene previsiones que hagan lugar a una concepción de “justicia restaurativa”. Sí lo traen, en cambio, algunos proyectos de ley sobre la materia, tales como los ya mentados del Diputado Emilio García Méndez y el Senador Gerardo Morales, más allá de deficiencias de política y de técnica legislativa que deben superar[21].


NOTAS:
* Disertación en “1er. Simposio del NOA y el NEA sobre Menores en Conflicto con la Ley”, Salta, diciembre de 2009. Publicada originalmente en revista “Zeus Córdoba” N° 375, Córdoba, 2010.


[1] Su legitimidad no puede discutirse, en cualquiera de los planos estimables: el de su justificación, pues respondía a la vocación por la justicia social que impregnaba la Constitución de 1949; el de su validez, pues fue sancionada y promulgada por autoridades legalmente constituidas, y a tono con la legislación dirigida a la protección de la minoridad; y el de su vigencia, pues ha regido hasta ahora con pleno reconocimiento en todo el territorio de la República.
[2] Daniel Capristo falleció a resultas del ataque que sufrió en la localidad de Valentín Alsina, en las afueras de Buenos Aires, el 15 de abril de 2009. Su atacante habría sido un niño de 15 años, y esto motivó una fuerte reacción social con movilización tan fuerte que reabrió el debate sobre la edad de imputabilidad penal en la Argentina.
[3] Nos referimos al movimiento iniciado en el país a partir del 1º de abril de 2004 cuando, convocados por Juan Carlos Blumberg, alrededor de trescientas mil personas se reunieron en la Plaza de los dos Congresos en Buenos Aires, y en múltiples puntos de encuentro de todo el país, con una vela en memoria del joven Axel Blumberg, vilmente asesinado. Nacía así una demanda colectiva de justicia que las autoridades no han atinado a satisfacer hasta aquí, perplejos ante discursos de maximalismo y minimalismo penal que las mantienen en un juego pendular curioso: las leyes tienden a incrementar la punición y los jueces a reducirla en una suerte de vana compensación.
[4] Nos referimos aquí a las medidas punitivas que la sociedad alza como defensa contra la delicción, y no necesariamente a lo que el positivismo criminológico tenía por tal.
[5] En la Unión Europea, por caso, la edad se fija:: en los 7 años lo sitúa Irlanda; Escocia y Grecia, en los 8 años; Inglaterra, Gales y Francia en los 10 años; los Países Bajos y Portugal en los 12 años; Polonia en los 13; Austria, Estonia, Alemania, Hungría, Italia, Letonia, Lituania, Eslovenia y España en los 14; República Checa, Dinamarca, Finlandia, Eslovaquia y Suecia en los 15; y Bélgica en los 16 años. No obstante, será preciso tener presente que, en la mayoría de los casos, para las edades comprendidas entre los 7 y los 13-15 años las medidas que se prevén no son propiamente penales o son más benévolas que las previstas para los comprendidos entre dicha franja y los 18-21 años, excluyéndose en muchos casos totalmente el internamiento en centros (Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre «La prevención de la delincuencia juvenil, los modos de tratamiento de la delincuencia juvenil y el papel de la justicia del menor en la Unión Europea”, 2006/C 110/13).
[6] Cf. Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre “Espacios urbanos y violencia juvenil” (SOC 316, CESE 1206, 2009).
[7] Podríamos aclarar nosotros: los que por razones religiosas, étnicas, económicas o socioculturales han quedado al margen de los beneficios que ofrece la ciudad, sea porque nunca han sido incorporados, sea porque han sido expulsados.
[8] Que no quiere decir que quede exento de responsabilidad social y sujeto a medidas de guarda y educación correctiva que lo integren a la vida social. Tal era nuestra posición en “Delincuencia y Derecho de Menores. Aportes para una legislación integral” (Ed. Depalma, Bs.As. 1ra. Ed. en 1986, y 2da. Ed. en 1995).
[9] Los proyectos de ley que hoy tiene a consideración el Congreso de la Nación combinan, por lo general, la reducción de la edad de imputabilidad y medidas penales que se aplicarían in crescendo según niveles de edad y de gravedad en el delito.
[10] Ratificada por la República Argentina en 1990 (ley nacional 23.849).
[11] Y en ello nos apartamos, después de experiencias recogidas en más de treinta años de trabajo con niños transgresores, de la posición asumida en el mentado “Delincuencia y Derecho de Menores. Aportes para una legislación integral”, cuando, siguiendo al prestigioso español Luis Mendizábal Osés en su “Derecho de Menores” (Ed. Pirámide, Madrid, 1977), propugnábamos un régimen de sola educación correctiva para los menores de 18 años.
[12] Cf. "Tapia Sergio Damián p.s.a. homicidio -Recurso de Casación-" (Sentencia N° 91, 10/10/01).
[13] Cf. “Nadal, Daniel Nicolás p.s.a. Tenencia de arma de guerra, etc. -Recurso de Casación" (Sentencia N° 8, 1/3/03).
[14] Cf.“Maldonado, Daniel Enrique y ot.- robo agravado por uso de armas en concurso real con homicidio calificado” (C.S.J.N., causa M. 1022. XXXIX, 7/12/2005).
[15] Cf. “Reinoso, Luis Alberto – robo con armas, homicidio en grado de tentativa, y portación de arma de uso civil” (C.S.J.N., causa R. 707. XXXIX, 7/03/2006).
[16] Cf. “López, Luis Alberto – Recurso de hecho”, C.S.J.N., L.1157. XL, 18/12/07).
[17] Cf. “Peña, Jorge Alejandro- robo en ttva.” (Auto N° 456, 3/9/09).
[18] Cf. “Alegre, Abel Arturo p.s.a. encubrimiento, etc. –corrección” (Auto N° 559, 9/10/09.
y ot.[19] Nacida en el Derecho Penal norteamericano, va hallando buena acogida en otras latitudes (Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda, Francia, Bélgica, Países Escandinavos, Alemania, Austria, Japón, Brasil).
[20] En lo semántico, la palabra “restaurar” tiene dos acepciones en el Diccionario de la Real Academia Española: la primera, de “recuperar o recobrar”, y la segunda, de “reparar, renovar o volver a poner algo en el estado o la estimación que tenía”. La segunda acepción es la que se aviene con justeza a lo que, en nuestros días, se denomina “justicia restaurativa.
[21] Y ello no por graciosa concesión sino porque lo exigen documentos internacionales como las Reglas de Beijing (1985), la Resolución de la Corte Interamericana en “Chicos de la Calle de Guatemala” (1999) y su Opinión Consultiva N° 17 (2002).

FORO INTERNACIONAL: SABERES, SABIDURÍAS E IMAGINARIOS.

ANTE EL PRÓXIMO CONGRESO MUNDIAL DE JUSTICIA JUVENIL RESTAURATIVA



IDEAS QUE APORTAN A LA JUSTICIA RESTAURATIVA DESDE EL DERECHO DE LA MINORIDAD




JUSTICIA RESTAURATIVA EN LA NIÑEZ



Por José H. González del Solar


I.- Restauración
En lo semántico, la palabra “restaurar” tiene dos acepciones en el Diccionario de la Real Academia Española: la primera, de “recuperar o recobrar”, y la segunda, de “reparar, renovar o volver a poner algo en el estado o la estimación que tenía”

La segunda acepción es la que se aviene con entera propiedad a lo que, en nuestros días, se denomina “justicia restaurativa.

De lo que se infiere que: si “justicia” es dar a cada uno lo suyo (Ulpiano), lo que le corresponde por naturaleza o por ley positiva, “justicia restaurativa” es dar a cada uno lo suyo de manera que reponga las cosas, las vuelva a su estado anterior.

II.- La Justicia Restaurativa
Visto así, la “justicia restaurativa” constituye una vía de justicia distinta a las de reparación (por indemnización y/o restitución) y de retribución (por la pena). La primera, clásica en los conflictos no delictuosos, procura restablecer dando un bien equivalente a quien ha sufrido un mal determinado. La segunda, en cambio, común en los conflictos delictuosos, dando un mal equivalente a quien se ha dispensado un bien que no le correspondía. Por lo que queda de manifiesto que ambas son compensatorias.


En el marco del conflicto penal, la “justicia restaurativa” se alza como un criterio, y como una estrategia consecuente para la superación del conflicto, que articula el principio de oportunidad, que flexibiliza la respuesta estatal, y el instituto de la mediación como dispositivo que, en lo jurídico y lo técnico, procura el acercamiento de todos los interesados.


Justamente la “justicia restaurativa” procura despertar en los interesados actitudes favorables a la armonización de sus intereses divergentes, armonización que se concreta en palabras, gestos y acciones recíprocas que deriven en la mutua satisfacción. Como se advierte, es integradora.

III:- La Justicia Restaurativa en el Derecho de la Minoridad
¿Qué importancia tiene este nuevo enfoque de justicia en el Derecho de la Minoridad? Pues, enorme, si tenemos en cuenta que vivimos un tiempo en que la propuesta dominante en la responsabilización temprana en lo penal para los niños como “solución final” al problema de la delincuencia juvenil.


Sabido es que, desde el advenimiento de la llamada “cuestión social”, a principios del siglo XIX, inquietó a muchos que el desorden social imperante –principalmente por la desintegración familiar y la indigencia- llevase a miles de niños a la transgresión, y tempranamente a la cárcel.



La única vía de abordaje era la de “justicia retributiva” ínsita a lo penal.


Los esfuerzos realizados por esas personas inquietas fructificó, con los años, en regímenes educativos y correctivos que fueron prevaleciendo en Occidente desde 1899 –año de creación de la primera Corte Juvenil en el Estado de Illinois (EE.UU)- y atemperando el rigor penal hasta neutralizarlo. En nuestro país impulsó el cambio el proteccionismo estatal que auspiciaba la ley 10.903 de patronato de menores desde el año 1918, auspicio que iba a alumbrar la creación del primer Juzgado de Menores en 1938, las normas que privilegiaban la niñez en la Constitución nacional de 1949, y el nuevo régimen penal de la minoridad en la ley 14.394 del año 1954, después mejorado en la ley 22.278 del año 1980.


Sin embargo, los sistemas implementados resultaron insuficientes, por razones presupuestarias o técnicas, y empezaron a mostrar deficiencias que derivarían en la muy pesimista locución “nothing works” (nada funciona), principalmente en el escrito de robert Martinson “What works?” (año 1974), que miraba con ojo crítico a las prisiones, en su concepción de rehabilitación, y pronto se hizo extensiva a establecimientos y servicios implementados para la atención del niño transgresor, acentuándose más tarde, en la década de los noventa, al difundirse la consigna de “tolerancia cero” que había catapultado a Rudolph Giuliani, alcalde de Nueva York, al escenario político nacional e internacional.


El regreso a lo retributivo como “solución final” no se hizo esperar. Vino aggiornada, como un modo de responsabilización del niño que lo erige en ciudadano, consciente del bien común.



En el nuevo escenario, defender la justicia socioeducativa en la niñez, ante los renuevos de violencia y delicción que nos depara la reverberante “cuestión social” parece harto difícil. Y lo exhibe sin tapujos, aunque apele al uso de eufemismos, la legislación latinoamericana, como por caso Costa Rica –que responsabiliza a niños en lo penal desde los 12 años de edad- pese al carácter emblemático que tiene en el concierto jurídico regional como sede de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.


Sin embargo, esa concepción socioeducativa tan valiosa puede tonificarse y fortalecerse en el marco de la “justicia restaurativa”. Que justamente ha nacido en el Derecho Penal norteamericano y va hallando buena acogida en otras latitudes (Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda, Francia, Bélgica, Países Escandinavos, Alemania, Austria, Japón, Brasil).





De esta manera, la responsabilización social pasa a ocupar el primer plano, y la responsabilización penal queda como telón de fondo, como última salida ante el conflicto irresuelto. Tal como lo mantiene hasta ahora la legislación argentina, que para los niños menores de 16 años es exclusivamente educativo-correctiva, y para los mayores de 16 años es principalmente educativo-correctiva y sólo excepcionalmente punitiva.


Lo socioeducativo como herramienta de “justicia restaurativa” sirve, además, a su eficacia en cuanto permite salvar un escollo importante en quienes pertenecen a ambientes de marginamiento social: el egocentrismo, que dificulta o impide el reconocimiento del otro como “alter”, algo indispensable para la alteridad que hace a la función integradora que aquélla tiene.


Aunque la actual legislación argentina tiene acento socioeducativo, no contiene previsiones que hagan lugar a una concepción de “justicia restaurativa”. Sí lo traen, en cambio, algunos proyectos de ley sobre la materia, tales como los del Diputado Emilio García Méndez y el Senador Gerardo Morales, más allá de deficiencias de política y de técnica legislativa que deben superar. Y ello no por graciosa concesión sino porque lo exige el marco jurídico supraconstitucional: las Reglas de Beijing (1985), la Resolución de la Corte Interamericana en “Chicos de la Calle de Guatemala” (1999) y su Opinión Consultiva N° 17 (2002).



.......................................

¿HACIA UNA LEY DE RESPONSABILIDAD PENAL JUVENIL?

Doctrina


Un debate necesario

Por José H. González del Solar

Aclaraciones previas

La cuestión planteada en nuestros días, y que hacemos explícita en el título de esta ponencia
[1], debe conducir a un debate, tan necesario como impostergable, sobre algo que es de suyo opinable.
La vehemencia que ponemos en la defensa de la propia posición en nada desmerece la contraria. Sólo expresa la pasión que surge del mayor peso que creemos encontrar en nuestras razones que la abonan.
Esa posición surge de una convicción que anticipamos, porque subyace a cuanto se diga: una ley de responsabilidad penal juvenil, como la que hoy se pretende, conduce a un camino sin retorno. A contrario de lo que propugna la legislación todavía vigente
[2], la que adviene introduciría a la niñez en la política penal, más allá de discursos grandilocuentes, y la expondría a consideraciones discrecionales, de oportunidad y conveniencia, que pueden llevar a agravamientos –en edad responsable, especies y montos de pena- a medida que la criminalidad suscite reclamos sociales ineludibles para quienes están expuestos a necesidades de agenda electoral.

INTRODUCCIÓN
No podríamos fijar una determinada posición sobre el tema en cuestión sino antepusiéramos un punto de partida, a guisa de marco teórico, para darle sustento. Es lo que pretendemos en prieta síntesis.
La Convención sobre los Derechos del Niño, distingue al niño como un educando. Así puede leerse en su preámbulo y a lo largo de su texto, aunque de modo más explícito en los arts. 28 y 29. Ello así porque la educación se inserta como un derecho fundamental del niño, y como tal concierne a la satisfacción de su interés superior, interés que opera como principio fundamental y como criterio de actuación y decisión, según lo entienden la doctrina y la jurisprudencia
[3].
La niñez como tiempo de educación debe impregnar toda la legislación aplicable al menor de 18 años, y adecuar todas las soluciones que se escojan a su respecto en los conflictos, y particularmente en los seleccionados como delitos por la ley penal.
Como cualquier delito, el que se comete en la niñez expresa una dificultad en la inserción social, de mayor o menor gravedad según el arraigo que tenga en el sujeto e incida en su vida de relación con los demás. Pero en el niño esa dificultad acarrea un plus, algo más que llama nuestra atención, dado que interfiere la inserción social en un tiempo de educación.
No atendida a tiempo, es decir en el marco de su educación formal o informal, acarrea inevitablemente una desventaja importante al exponerlo tempranamente a consecuencias que lo privan de oportunidades para incorporarse en plenitud a la vida social.
Sabemos que hace a una República la igualdad de oportunidades. Consecuentemente, hace a una República que se brinde al niño transgresor la educación que lo integre a la sociedad, que mediante una acción socioeducativa lo devuelva como protagonista de la vida en común.
De todo lo cual se infiere que una legislación que responda a los derechos fundamentales y que sirva a una dirección política republicana no puede desconocer que la educación ocupa un lugar gravitante en la vida del niño y que está llamada a operar tanto en su encauzamiento como en su reencauzamiento hacia el desarrollo integral.

I.- RÉGIMEN ACTUAL

A.- LINEAMIENTOS PRINCIPALES
Rige todavía la ley nacional 22.278, llamada “Régimen penal de la minoridad”. Esta ley debe ser leída, interpretada y aplicada a la luz de la Convención sobre los Derechos del Niño y otros tratados con rango constitucional, como lo subraya la Corte Suprema de Justicia en los casos “Maldonado”
[4] y “Reynoso” [5].
Esta ley data del año 1980, es decir del último gobierno de facto autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”, pero actúa como un vector que reproduce y amplía lo que ya sobre la materia decía la ley 14.394, del año 1954.
La ley 14.394 había sido dictada en el marco de la Constitución Nacional del año 1949
[6], cuyo art. 37 reconocía al niño una consideración de privilegio[7]. Si esa ley fundamental daba el gran marco jurídico, otro más próximo y no menos importante lo daba la ley 10.903, de patronato de menores[8], potenciada por una concepción política que alentaba grandes realizaciones y prestaciones públicas, todo ello en el seno del llamado Estado de Bienestar (Welfare State).
Sin cuestionar seriamente la tesitura defensista de la intervención pública, avistaba al niño transgresor como un educando que debía ser sustraído del régimen penal aplicable al adulto y sometido a un régimen especial que lo apartase de las circunstancias familiares o sociales que incidían en su mal comportamiento.
Hecho ya el trasiego a la ley 22.278, un cuarto de siglo más tarde, a la luz de una Constitución, la de 1853, afectada por la existencia de autoridades de facto, y de un welfarismo declinante, sigue distinguiendo dos aspectos a atender: por un lado, el hecho delictuoso en sí mismo, que suscita una respuesta pública, necesariamente adecuada a la niñez; y por otro lado, la desatención de parte de los mayores responsables (padres, tutores o guardadores) que puede estar explicando la existencia de circunstancias que exponen al niño a la delicción.
El régimen mantiene, por lo tanto, su carácter tutelar-correctivo. Exclusivamente así para los niños menores de 16 años, inimputables por edad ante la ley penal, y principalmente así para los niños mayores de 16 años, pese a que, por su calidad de imputables, son eventualmente punibles.

B.- LO CENSURABLE
Evitando cualquier referencia al cambio paradigmático, sobre el que se basa el discurso hegemónico de sus detractores, pues llevaría a complejas consideraciones que exceden el espacio disponible
[9], creemos no obstante posible poner de manifiesto algunas notas censurables, y hoy insostenibles a la luz de la conciencia jurídica contemporánea, sobre todo la que alumbra desde su concreción en la Convención y otros pactos iushumanistas.
Por una parte, la ausencia de garantías fundamentales
[10]. La ley no traza los lineamientos indispensables para la existencia de un proceso legal en que se posibilite el derecho de defensa para el procesado, sobre todo el inimputable, si bien esta omisión ha sido enmendada por normas operativas de rango constitucional como los arts. 37 y 40 de la Convención y la jurisprudencia de la Corte que ya mencionamos.
Tampoco la ley define, especifica ni limita las medidas de educación correctiva aplicables, con lo que deja su modalidad y duración libradas a la discreción del magistrado. Igualmente lo concerniente a las medidas tutelares dispuestas durante el proceso, y aún en la sentencia, pues carece de precisión en cuanto a requisitos, límites y fines.
El desborde de lo tutelar, comúnmente llamado “tutelarismo”, que se expresa en una práctica rayana en lo autoritario y sobreprotector, lleva a que el hecho motivante y sus probanzas pasen a segundo plano, y que la actuación de los órganos públicos se agote en lo que de manera informal y enteramente discrecional disponen sin mediar sentencia, so pretexto de guarda y educación.

C.- LO PLAUSIBLE

Parecería que el “régimen penal de la minoridad” no tuviera contenido rescatable, y sin embargo ha sobrevivido a las mudanzas que viene experimentando la legislación penal, muchas veces vertiginosas, y particularmente aquellas que han ido adecuando nuestras normas a los compromisos asumidos pro homine desde que la República recuperó sus instituciones.
Efectivamente: aún proviniendo de un gobierno de facto, los tribunales han reconocido su vigencia, si bien han condicionado su validez a la armonización de sus disposiciones con las normas fundamentales.
Esa supervivencia no ha respondido al mero capricho de los jueces; tampoco a la incuria de los legisladores, aunque durante años y años han postergado una seria consideración de los proyectos. Sucede que, más allá de la elocuencia puesta de resalto por sus detractores, ese régimen privilegia la niñez como un tiempo de educación, de lo cual resulta que la punición constituye sólo una consecuencia eventual.
Impone la cesura del juicio, con lo que el debate entre las partes y el pronunciamiento judicial queda dividido en dos momentos: el primero, en que se discute y resuelve la responsabilidad penal de quien ha delinquido en la niñez, y la segunda, en que se discute y resuelve la necesidad penal en el caso, es decir si las circunstancias muestran ineludible el reproche social ínsito a la sanción privativa de libertad
[11].
¿Qué media entre un momento y otro? ¿Qué hay entre el juicio de responsabilidad y el de necesidad penal? Un tiempo de probación (“probation”), que la ley –heredera del positivismo criminológico- llama “tratamiento tutelar”. Es un tiempo de intervención proactiva, de medidas socioeducativas que deben cumplirse con arreglo al art. 40 de la Convención, y en que se espera del sujeto una respuesta suficientemente favorable que le evite el estigma de una pena
[12].
Finalmente, no admite la imposición de pena por delito cometido en la niñez a quien sea todavía niño, es decir menor de 18 años
[13]; tampoco que esa pena opere como antecedente para una declaración posterior de reincidencia criminal.

II.- EL RÉGIMEN POR VENIR

A.- LOS PROYECTOS DE LEY
Cuando publicamos nuestro primer libro “Delincuencia y Derecho de Menores” (1ra. Edición, Buenos Aires, 1986), proponíamos que se atribuyera responsabilidad penal recién a los 18 años, ya que la legislación argentina -que perdura aún puesta en crisis- no quería penados menores de esa edad, hoy considerados niños en la Convención que rige con rango constitucional.
Advertíamos el peligro que podían acarrear los cambios impulsados por la presión social, sobre todo de la opinión pública formada por personas o sectores interesados, y queríamos poner la niñez fuera de la respuesta penal. Claro está, con un régimen socioeducativo que contemplara medidas disciplinarias y correctivas en forma progresiva, al modo en que las tenía ya incorporadas la Ley Judicial Juvenil alemana
[14].
Desde luego que era sólo una opinión, y el tiempo nos iba a demostrar que arribar a un régimen legal de esas características era de utopía en un país víctima de sus urgencias y muy expuesto a la tendencia penalista que fue consolidándose en la región bajo el impulso de UNICEF y el despliegue de su mayor exponente Emilio García Méndez.
No se innovó en la legislación sobre el tema hasta ahora, aunque la discusión sobre la edad fue y sigue siendo recurrente como catarsis colectiva cada vez que episodios resonantes de delicción precoz –como el reciente caso “Capristo”
[15]- en una sociedad como la nuestra, tan frívola en la consideración de las causas de su malestar, y además como caballo de batalla de quienes pelean por los votos u otras ventajas subalternas. De tiempo en tiempo se instala en la consideración pública, amenaza con cambios insensatos y luego se diluye. El clamor “Blumberg”[16] la incluía como uno de los puntos específicos de la reforma penal.
Este andar azaroso ha motivado múltiples proyectos de ley que responden a las corrientes de opinión existentes, unos que proponen tímidos retoques a la ley 22.278, y otros que tienden a instaurar un régimen de responsabilidad penal juvenil.
La responsabilidad penal juvenil plantea dos puntos relevantes: el primero, una edad mínima a partir de la cual empieza el niño a responder por sus transgresiones penales, y el segundo, la batería de medidas punitivas, preferentemente no privativas de libertad, que se implementa con una cierta finalidad de prevención especial.
Justamente los proyectos portan catálogos de penas que deberían cumplir una función socioeducativa. Aunque las vistan de seda, penas quedan. A diferencia de las medidas que hoy se aplican con tal carácter, dirigidas principalmente a rectificar la conducta del transgresor, las nuevas que se pretenden -penas para Zaffaroni, sanciones para García Méndez- conllevan en lo principal el reproche social y el estigma consiguiente, por noble que sea su finalidad accesoria.
Los niños cuya edad no alcanza el límite mínimo quedarían fuera del alcance de esta ley penal
[17], por lo que su atención se confiaría –cuando fuere menester- al sistema de protección integral de derechos (ley 26.061)[18].
Son puntos que sobresalen en los proyectos hoy prevalecientes
[19] y conllevan riesgos que no dejaremos de mencionar.

B.- LOS RIESGOS
El discurso penalista dominante da razones, pero sobre todo mueve pasiones. Una descalificación sistemática de todo lo que ha transcurrido hasta aquí, usando gruesos adjetivos para la ley vigente y sus operadores, parece reducir el terreno del debate a una sola opinión, la de quienes utilizan los circuitos de la prensa complaciente y los fondos públicos de entes gubernamentales ávidos de obsecuentes.
Pese a la apariencia, ese discurso avanza sobre dos corrientes de opinión, en realidad divergentes, pero que procuran el cambio: una que pretende la incorporación del niño al régimen penal como contribución a la seguridad ciudadana, y otra que la reclama como medio para hacer efectivas ciertas garantías fundamentales. La primera, que mira a la sociedad expuesta, es sincera y frontal en su planteo; la segunda, que atiende al niño transgresor, no siempre lo es.
En un principio ambas estaban anudadas, como si respondieran al mismo interés, pero al iniciarse el debate legislativo afloraron los diferentes puntos de vista
[20], con particular referencia a la edad de la imputabilidad penal y el catálogo de medidas aplicables, sanciones para unos y penas para otros. El maximalismo penal de los “defensistas” entró en colisión con el minimalismo de los “garantistas”, y sobrevino una pausa, también alentada por razones de oportunidad y conveniencia vinculadas al proceso electoral.
Aprovechando ese alto en el camino, queremos resaltar que una ley de responsabilidad penal juvenil como la que se pretende plantea graves aporías que justifican nuestra inquietud.
Primero: Una ley de responsabilidad penal es, de suyo, un instrumento de política penal, pues sirve a determinados objetivos vinculados a la contención de la criminalidad. Así, hablando de seguridad como lo prioritario, es harto difícil que pueda convertirse y aplicarse como una herramienta de inclusión social, de incorporación activa del niño a la sociedad (art. 40 de la Convención). Visto como ciudadano y no ya como educando, sólo se le ofrecen las garantías negativas de la democracia política, al decir de Ferrajoli, y se lo priva de las garantías positivas que le brinden igualdad de oportunidades para desarrollarse y participar en sociedad.
Segundo: la edad mínima de responsabilidad, tenderá a bajar para comprender en las respuestas penales “socioeducativas” a quienes cometen graves transgresiones en edad temprana, y cada vez más temprana. Las personas o sectores interesados, y la corriente de opinión que despiertan, generalmente desconfía del sistema de protección integral de derechos como medio de integración social.
Tercero: Las medidas penales presentan un abanico de posibilidades
[21], pero también tenderán a generalizar la privación de libertad como respuesta a la misma presión que genera el ascenso de la criminalidad.
Cuarto: Acentuará esta tendencia el debate que con seguridad despertará la finalidad socioeducativa que se asigna a la pena, ya que hay una controversia a nivel mundial sobre si es legítimo atribuir fines a la pena, que en definitiva –se dice- es un reproche social que se dirige al que ha delinquido, al que ha cometido un hecho antisocial punible
[22].
Finalmente: un cambio en la nomenclatura legal no asegurará que los servicios estatales, o los contratados, permitan el cumplimiento de las medidas con la finalidad que la ley les asigna. Los pocos recursos disponibles, y las presiones ya referidas, podrían mantener o agravar las condiciones en que hoy los entes públicos atienden a quienes han delinquido en la niñez. Por caso, basta observar el raquítico servicio de libertad asistida, como asimismo la paupérrima asistencia educativa en los establecimientos de internación.

III.- NUESTRA PROPUESTA
Haciendo pie en cuanto decíamos hace veintidós años en “Delincuencia y Derecho de Menores”, pero también haciéndonos eco del largo y enriquecedor camino que ha seguido el Derecho de la Minoridad a partir de la Convención sobre los Derechos del Niño, entendemos que un nuevo régimen aplicable al niño que comete delitos debe asentarse en ciertas proposiciones:
El niño es un educando. Cuanto se disponga respecto a él no puede perderlo de vista, por lo que sus transgresiones no admiten inicialmente sino medidas socioeducativas que posibiliten su encauzamiento hacia la convivencia. En ese marco, cabe auspiciar el uso de técnicas de mediación que sirvan a la superación del conflicto ínsito al delito en una concepción de justicia restaurativa.
El niño es un ciudadano. Como tal, cualquier régimen que se disponga debe respetar los principios, derechos y garantías fundamentales, que condensan los arts. 37 y 40 de la Convención. No puede ser sometido a medidas sino las que la ley predetermina, por las transgresiones que considera jurídicamente reprochables, y todo ello en un proceso legal en que pueda defenderse, producir prueba, rebatir cargos y recurrir lo resuelto ante una instancia superior.
El niño en un sujeto de derecho. Aún sometido a medidas socioeducativas, no puede ser tratado como objeto sino como sujeto de un proceso pedagógico, y a la vez crítico. No de domesticación sino de reflexión que lo estimule como protagonista en procura de la justicia, de defensa de sus derechos y de respeto a los derechos y libertades de los demás (art. 40 de la Convención).
El niño es responsable. Así como una edad mínima determina su ingreso a lo educativo formal, también una edad mínima debe determinar su ingreso a lo educativo social. Esa edad mínima, que estimamos en 13 años, lo hace pasible de las medidas sociopedagógicas que se consideran adecuadas al caso: que guarden proporción y que sean las suficientes en grado mínimo para obtener su encauzamiento, preservando en lo posible su permanencia en el medio familiar.
El niño es ponderable. La cesura del juicio, que hoy admite la ley 22.278, es muy conveniente cuando el niño ha incurrido en un hecho que lo hace punible porque permite evaluar el desenvolvimiento una vez declarada su responsabilidad. Las medidas socioeducativas deben tener duración determinada y suficiente para posibilitar el proceso reflexivo crítico que se espera. Vencido ello, y recién a la vista el resultado, se debate y resuelve la necesidad de una pena.
El niño es eventualmente punible. Aquél que tiene edad para discernir y conducir su vida en consecuencia, lo que hoy se presume a los 16 años, puede responder con arreglo a la ley penal, aunque con límites y modalidades acordes a la edad, recién cuando se muestra refractario a las medidas socioeducativas. Y en lo posible, con penas alternativas a la privación de libertad.

CONCLUSIÓN
Resistimos una ley de responsabilidad penal juvenil, en cuanto introduce tempranamente al niño en la esfera de lo punitivo.
Propugnamos un régimen de responsabilidad socioeducativa, que mantenga la concepción del niño como educando, pero que a la vez lo responsabilice como protagonista de la sociedad. Un régimen en que la respuesta penal propiamente dicha
[23] sea lo último, cuando al niño haya que reprocharle su empecinamiento.
Consideramos importante que ese nuevo régimen haga efectivas todas las garantías fundamentales. Nos place destacar que sería altamente provechoso, a nuestro juicio, que el nuevo régimen legal de responsabilidad incorpore el bloque de garantías que contiene el proyecto de ley sustentado por Emilio García Méndez, muy completo y prolijo en su enunciación.
Por último, y en la eventualidad de que se escoja la solución penal como la única posible, advertimos que debe hacerse mediante una regulación de posible cumplimiento, tanto en lo concerniente a las medidas a aplicar
[24] como a los recursos disponibles al efecto[25].

__________________________________
Notas

[1] Su texto original, luego modificado por acontecimientos más recientes, fue presentado en el panel-debate sobre “Garantía de Derechos /Responsabilidad Penal Juvenil” junto a la Fiscal General en Política Criminal y Derechos Humanos de la Nación Mary Beloff, en la Jornada Provincial organizada por la Secretaría de la Mujer, la Niñez y la Familia, Gobierno de la Provincia de Córdoba, noviembre de 2008.
[2] Rige la ley nacional 22.278/80 con sus reformas. Aunque lleva como título “Régimen Penal de la Minoridad”, mantiene la misma finalidad que su predecesora 14.394/54 en esta materia: Apartar al menor de 18 años de la ley penal con la implementación de un régimen tutelar y educativo, sólo excepcionalmente punitivo.
[3] Sobre el tema puede verse, de autores varios, “El interés superior del niño. Visión jurisprudencial y aportes doctrinarios”, Ed. Nuevo Enfoque Jurídico, Córdoba, 2009.
[4] Cf. “Maldonado, Daniel Enrique y ot.- robo agravado por uso de armas en concurso real con homicidio calificado” (C.S.J.N., causa M. 1022. XXXIX, 7/12/2005)
[5] Cf. “Reinoso, Luis Alberto – robo con armas, homicidio en grado de tentativa, y portación de arma de uso civil” (C.S.J.N., causa R. 707. XXXIX, 7/03/2006)
[6] Luego derogada por decreto de facto el 27 de julio de 1956.
[7] Precisamente uno de los apotegmas del gobierno justicialista, en cuya gestión se plasmó este texto constitucional, sentaba que: “En la Nueva Argentina los únicos privilegiados son los niños” (Verdad N° 12 del Ideario Peronista).
[8] Esta ley, ya derogada por la 26.061/05, había surgido en el escenario del llamado “Estado Gendarme” y seguía una dirección más bien defensista: la sociedad se veía invadida por una problemática social creciente y producía normas de derecho público que comprometían al Estado en las respuestas. El niño era considerado como paciente y estaba sujeto a la intervención de profesionales de la salud y otros auxiliares, pues fueron alternando médicos, psicólogos y trabajadores sociales en lo que se entendía como una acción terapéutica dirigida a neutralizar las causas de su malvivir.
[9] A poco de aprobada la Convención sobre los Derechos del Niño, en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989, hubo quienes empezaron a hablar con mucha insistencia de un cambio paradigmático como si el compromiso internacional -preparado por el adviento de las Declaraciones de 1924 y 1959 y el prolongado debate que siguió al borrador presentado por la delegación de Polonia en 1978- impulsara una revolución científica al modo en que lo entendía el epistemólogo Thomas S. Kuhn en su afamada obra “La estructura de las revoluciones científicas”. Dudamos que sea así respecto a la ciencia jurídica o a otras ciencias afines, pero no que estemos ante un verdadero cambio temático en el discurso, que ahora se desenvuelve en torno al niño como sujeto y protagonista de derechos, sea porque la Convención expresa una mayor conciencia jurídica mundial sobre lo que se debe al ser humano en la niñez, sea porque la Convención promueve un nuevo modelo de intervención estatal al respecto, desde uno situacional que atendía al niño en la adversidad, a otro integral que procura la satisfacción de su interés en lo máximo posible, cualquiera sea la situación en que se encuentre.
[10] Este punto, tan importante, ha merecido una especial atención en los proyectos de ley de responsabilidad penal juvenil que en estos días considera el Congreso Nacional, particularmente los elaborados por los Dres. Emilio García Méndez y Eugenio Raúl Zaffaroni.
[11] Cf. nuestro "Necesidad de la pena en el régimen aplicable a menores eventualmente punibles", revista "Foro de Córdoba", Ed. Advocatus, Cba., 2001.
[12] Ya que la pena como reproche social y jurídico sólo sobreviene cuando la insuficiencia de la probación deja en pie un remanente de la reprochabilidad inherente a la culpabilidad.
[13] Si no ha cumplido todavía los 18 años, el “tratamiento tutelar” debe prolongarse hasta entonces para posibilitar el pronunciamiento sobre la necesidad de una pena.
[14] Cf. Elbert, Carlos A.: "Ley Judicial Juvenil anotada de la República Federal de Alemania", Ed. Depalma, Bs.As. 1982.
[15] Daniel Capristo falleció a resultas del ataque que sufrió en la localidad de Valentín Alsina, en las afueras de Buenos Aires, el 15 de abril de 2009. Su atacante habría sido un niño de 15 años, y esto motivó una fuerte reacción social con movilización tan fuerte que reabrió el debate sobre la edad de imputabilidad penal en la Argentina.
[16] Nos referimos al movimiento iniciado en el país a partir del 1º de abril de 2004 cuando, convocados por Juan Carlos Blumberg, alrededor de trescientas mil personas se reunieron en la Plaza de los dos Congresos en Buenos Aires, y en múltiples puntos de encuentro de todo el país, con una vela en memoria del joven Axel Blumberg, vilmente asesinado. Nacía así una demanda colectiva de justicia que las autoridades no han atinado a satisfacer hasta aquí, perplejos ante discursos de maximalismo y minimalismo penal que las mantienen en un juego pendular curioso: las leyes tienden a incrementar la punición y los jueces a reducirla en una suerte de vana compensación.
[17] Para el proyecto García Méndez, “Las personas menores de catorce años a quienes se atribuya la comisión de un delito están exentas de responsabilidad penal. No podrán ser perseguidaspenalmente ni objetos de ninguna medida que restrinja cualquiera de sus derechos” (art. 2°). Para el proyecto Zaffaroni “Están exentos de responsabilidad penal los menores de 14 años, los que no podrán ser perseguidos penalmente ni ser objeto de ninguna medida restrictiva de derechos” ar. 1).
[18] Este punto no es poco importante. Como el discernimiento para lo ilícito se presume desde los 10 años (arts. 921 y 1076 del Cód. Civil), las medidas correctivas se aplican en la actualidad desde esa edad a los niños inimputables. El cambio legal que pretende el minimalismo “garantista” excluye las medidas de corrección para los inimputables por edad, a lo que sólo serían aplicables las medidas de protección integral que contempla la ley 26.061.
[19] Los mentados de García Méndez y Zaffaroni.
[20] La concepción liberal sobre la intervención pública sustenta ambas corrientes. Aunque ambas miran con disfavor al Estado y esperan una asimilación del niño al adulto en materia de delitos, una, de crítica simple, tiende a que esa asimilación se concrete en un régimen de segregación que permita a los demás continuar su vida sin poner en cuestión las condiciones sociales que pueden estar explicando el auge de la llamada delincuencia juvenil. La otra, en tanto, de crítica dialéctica, ensaya una explicación del fenómeno desde la interpretación marxista de la historia y la sociedad, y busca que la asimilación se exprese en un régimen de medidas penales benévolas, de derecho penal “mínimo”, que tenga en la sociedad un efecto sosegador, de derecho penal “simbólico”.
[21] El proyecto García Méndez admite prestación de servicios a la comunidad, reparación del daño, órdenes de orientación y supervisión, libertad asistida, privación de libertad domiciliaria, privación de libertad en tiempo libre o en fin de semana y privación de libertad en centro especializado (arts. 48 a 55). El de Zaffaroni, por su parte, contempla la aplicación de amonestación, satisfacción a la víctima, reparación del daño, prestación de servicios a la comunidad, cumplimiento de instrucciones judiciales, prohibición de conducción, limitación de residencia, prohibición de residencia o tránsito, prohibición de asistir a determinados lugares, privación de libertad domiciliaria, privación de libertad en tiempo libre y privación de libertad en instituto especializado (arts. 16 a 28). Como se advierte, todas estas medidas tienen de suyo naturaleza socioeducativa, y como tales las acoge la Ley Judicial Juvenil alemana, por lo que ninguna necesidad existe de establecerlas como penas.
[22] Aunque es conocida la variedad de teorías retributivas y utilitaarias, hay quienes- como el mismo Raúl E. Zaffaroni- piensan que la pena no debe cumplir otra finalidad que la ínsita como tal (cf. su Derecho Penal. Parte General, en coautoría, Ediar, Bs.As., 2002).
[23] Y no medidas correctivas a las que se califica simbólicamente como “penas” como mensaje de confianza para la sociedad.
[24] Sobre el particular, el proyecto de ley que sostiene Zaffaroni contiene un dispositivo engorroso en cuanto a las medidas, sobre todo las privativas de libertad, porque las admite pero las condiciona de múltiples formas. Es que admite pero no desea las medidas privativas de libertad, y en ese “quiero, pero no quiero” quedarán atrapados los jueces a la hora de formar su decisión en cada caso.
[25] Aunque convengamos en que el régimen actual carece de garantías fundamentales para el niño, los mayores reproches que se le han hecho residen en una intervención judicial selectiva, que atiende casos en que hay privación de libertad y que procura que la restricción o la privación de libertad de los niños transgresores sea mínima en número y duración. Esto ha sido principalmente motivado por la escasez de medios materiales y técnicos disponibles, sumamente grave en determinadas jurisdicciones del país. Una nueva ley que mantenga esta situación operará sólo en lo simbólico mientras la cifra en delicción en la niñez ayude, porque un incremento significativo pondrá al desnudo sus carencias y reverberará la discusión sobre edad de imputabilidad y penas.